Andrea Armijos Echeverría (Quito, Ecuador) Ver morir un pez
Vi la pecera de la biblioteca municipal por primera vez cuando me levanté del pequeño sillón de la sala de estar. Eran las dos y cuarenta, en una hora debía estar en la oficina para ver a Viviana. No tenía ganas de hacer nada, toda esa semana me había levantado tarde, había comido poco y me habían dolido las plantas de los pies más que de costumbre. Ese día, en especial, me prohibí salir a trotar, algo que habría hecho cualquier domingo. Mi cuerpo estaba devastado. El vuelo que me había traído a esta ciudad hace una semana había sido el peor de mi vida, pero lo primero que hice al día siguiente fue salir a trotar. Noté hace cinco años que solo así podía olvidarme de las cosas abrumadoras que me pasaban por la cabeza. Mi cuerpo me lo agradecía a veces, pero estos últimos meses lo había resentido, no había podido descansar.
He estado cinco meses en esta ciudad (sin contar el receso navideño en el que volví a casa), y nunca pude visitar la biblioteca municipal que está a menos de 200 metros de mi departamento. Le temía. Era un edificio nuevo y bonito, muy avidriado, se parecía mucho a uno gigantesco que hay en casa y que está abandonado, que es inútil. La colección de libros era bastante precaria. Me paseé por los pocos pasillos revisando títulos y portadas. La variedad era interesante, pero no había un solo libro escrito por alguien que viniera de donde yo vengo. Eso me asombró un poco, pero después, recordando en dónde estaba, más bien me entristeció.
El primer estante estaba reservado para los libros recién llegados, las novedades y las elecciones personales del staff de la biblioteca. Un tal Dan había elegido un libro cuyo título no memoricé, pero que se refería al horror sádico en la literatura norteamericana popular de los setentas y ochentas. Lo tomé y fui a sentarme en un sillón amarillo en la salita que precedía los estantes. Mi plan era solo hojearlo, pero me quedé a revisarlo casi por completo. Me divertí con el libro, sentí que había aprendido algo que no buscaba ni había querido aprender. La mejor forma de hacerlo, me dije y fui a dejarlo en su lugar. Iba saliendo. Eran las dos y cuarenta, me preocupé un poco, debía almorzar, lavar los platos, arreglarme un poco y salir a la oficina para encontrarme con Viviana antes de las cuatro. Era domingo y no habría querido tener que preocuparme de eso en un domingo, pero en el tipo de vida que había elegido tan lejos y tan difícilmente, los días de la semana no regulaban nada. Y me gustaba, me gusta eso, pero me ha costado acostumbrarme también.
Entonces los vi. A los peces. Me dio curiosidad la ostentosidad de una pecera en un lugar en el que las colecciones de libros debían ser mucho más cuidadas, pero eran realmente superficiales. Pensé de inmediato que no podrían argumentar falta de fondos, su pecera los delataba. En total había seis peces, de diferentes razas, colores y tamaños. Ninguno se parecía a otro y eso me reconfortó porque de alguna forma entre todos formaban una composición muy compleja, pero agradable. Pensé en mi llegada a esta ciudad: arrojada a una pecera tan disímil como la que tenía en frente. De haber pasado tantos años rodeada de personas tan similares, peces de conductas, formas y hasta tamaños semejantes, ahora nadaba entre estirpes de las que antes solo había escuchado hablar. Al inicio fue muy atemorizante, veía a todos como tiburones y a mí misma como la arena del fondo marino, casi sin vida, de hecho sin vida, solo un sustrato de lo que la rodea. La arena de la pecera de la biblioteca era, obviamente, artificial. Lo podía notar por la forma en que no se levantaba tan fácilmente al paso de los peces aleteando, estaba asida al fondo. Su color, además, era más parecido al color con el que pintamos la arena en los dibujos de la infancia que al color que realmente tiene. En fin, me sentí compactada con ese material inocuo y aburrido. Porque así he sido siempre: a quien es más fácil ignorar u olvidar de un grupo.
Antes de llegar a sentirme mal por mí misma reparé en un pez cuya silueta podía hacer pensar que no existía. Fue esta la forma en que apareció en el espacio. Su silueta indistinguible, al voltearse a un lado, se materializó en el agua dibujando un pez bastante grande. Aunque no tan grande como algunos de los otros peces, este era singular porque en su piel casi no se notaban las escamas, no brillaban sobre el tono profundamente negro. Debajo de una hoja verde de una planta también artificial, este pez aleteaba con suavidad, como cuidando su energía. Y seguramente no fue así, pero sentí que podía percibir la inquietud, incomodidad y miedo de ese pez unidimensional. Más tarde mi mamá se reiría al contarle. Para mí también era ridículo pensar que podía saber lo que un pez pensara o sintiera. No obstante, no dejó de pasar por mi mente el peculiar hecho de que desde mi llegada, casi todos los perros que veía se me acercaban desesperadamente mientras sus dueños los halaban molestos; después, cruzábamos miradas, con el perro, hasta alejarnos lo suficiente como para olvidarnos. Es lo que extrañas a los tuyos, me había dicho mi hermana, pero tenía la sospecha de que algo diferente sucedía. No en mí, que claramente estaba desesperaba, angustiada y con miedo, como el pez, nadando en una pecera de un cielo y un horizonte infinitos en el que no tenía estirpe ni origen, a veces ni siquiera nombre. Más bien, algo ocurría con los perros, y los peces, que sentían mi aleteo confuso y asonante y procuraban hacer algo, repararlo, encausarlo, calmarlo.
En el transcurso de estos cinco meses algunos de los peces gigantescos que danzaban a mi alrededor sin temor alguno, habían tenido una preocupación similar y me habían sostenido cerca enseñándome a aletear a un ritmo más decente, encubriendo el dolor, dejando pasar los aleteos violentos de los peces inalcanzables. Ese acompañamiento me ha servido mucho. Pero en medio de todo, mi interior se había fracturado de una forma casi física, y yo parecía intuir que solo los ojos enormes y completamente negros de los perros podían intimar con esa sensación. En mi visita congelada al zoológico de la ciudad pude ver pocos animales de frente, muchas exhibiciones habían cerrado por el invierno. Pero en ese momento, observando al pez unidimensional lamentando su existencia, recordé al tigre de bengala que me devolvió una mirada de perro antes de caerse dormido con las patas pegadas al vidrio cruel que lo retenía.
De pronto se decidió, aumentó las revoluciones de su aleteo casi mínimamente, pero lo suficiente como para que su cuerpo ya no solo se sostuviera flotando en el espacio, sino para que se moviera. Tambaleó un poco entre las hojas de la planta-escondite y salió a escena. El resto de peces, en tanto, habían estado ejercitando su aleteo casi artísticamente, inspeccionaban un lugar ya conocido, por lo que parecían estar nadando solo por el gusto de dispersar su color en él. Con cada cambio de dirección iban dejando breves halos de burbujas que matizaban la textura del agua tranquila. En el centro, el filtro parecía recoger todos esos rastros para sincronizarlos al suyo, un mucho más robusto halo que subía a la superficie coronándola toda de burbujas y oxígeno. El pez negro nadó hacia unos dos peces que inspeccionaban un coral, apenas se acercó ambos huyeron dejando burbujas gordas. Desconcertado, se aproximó al único pez dorado que nadaba desde hace unos minutos de izquierda a derecha sin aletear demasiado. Este lo sintió y no tardó en hacer explotar sus miembros y al casi volar, su rastro ocultó por un momento al pez negro que confundido bajó hacia un par de peces diminutos y azulados que estaban buscando restos de comida entre la arena falsa. Aunque estos parecían necesitarse para cumplir su cometido final, cada uno buscaba en un sitio y después se reunían como para ir eliminando puntos de búsqueda. Al ver al pez obscuro, se separaron en direcciones opuestas llegando casi hasta la superficie.
Fue entonces que el pez se colocó a sí mismo en el centro de la pecera y ensombrecido por las burbujas del filtro, dejó de aletear. El agua tuvo un ápice de compasión con su cuerpo y lo dejó permanecer en vilo un par de segundos antes de que empezara a caer. En esos segundos mínimos, la composición se había reducido, ante mis ojos, a la presencia de ese pobre pez del que todos huían. Todos los demás, con sus escamas brillantes y aleteos uniformes, agradables, coloridos, habían desaparecido. También fue en ese espacio de tiempo absurdo que el pez volteó su silueta haciéndola desparecer por un segundo para lanzarme una mirada de la que yo intenté escapar, pero me fue imposible. El pez se deshizo de su mirada dejándomela, y cuando depuso su aletear también se deshizo de su cuerpo que empezó a caer ligeramente hacia el fondo donde por primera vez, seguramente por la densidad y el volumen de lo que caía, la arena se levantó un poco formando una bruma acuosa.
El resto de peces regresaron a sus rutinas encantadas, como si hubieran estado deseando o esperando que eso pase. Me di cuenta de que tenía las manos heladas sobre el vidrio de la pecera. No me pude mover demasiado porque antes de decidir hacerlo, un pequeño insecto resquebrajó la arena. Resentido por el movimiento del cuerpo del pez sobre su propio escondite, se alejó para observarlo con mayor perspectiva. Tenía la idea, también tonta, de que este nuevo e inadvertido habitante, al no ser pez, podría intentar reanimar al pez obscuro. Sin embargo, se quedó ahí, observando sin moverse en absoluto. Las branquias del pez negro casi no se distinguían, pero su movimiento, se notaba, era cada vez más ligero y desinteresado. Lo noté, él controlaba el ritmo del movimiento de sus branquias, su mirada, su forma de hacerse desaparecer, su aleteo convulso. Lo único que no podía proyectar, controlar ni cambiar era su presencia frente a los otros peces. ¿Sabían que estaba ahí? ¿Sabían su nombre? ¿Veían su cuerpo sin escamas? ¿Lo veían prestidigitarse? ¿Eso los asustaba? Son animales simples, me dijo mi hermana y aunque lamentó la inevitable muerte del pez, aseguró haber leído en alguna parte que los animales se mueren de soledad como de hambre. Pensé que solo les podía pasar a los humanos, le repliqué. No, somos los únicos a los que no nos pasa, respondió.
En medio de mi incertidumbre por la anti-mecánica aspiración de esas branquias volátiles a punto de detenerse o explotar, un hombre me sostuvo de ambos brazos alejándome de la pecera. Por favor, no tocar el vidrio, ya es el segundo en lo que va del semestre, me dijo. Vi la placa en su pecho: Dan. Recordé el libro de los vampiros eróticos y las posesiones satánicas retro. Casi arranqué el celular del bolsillo del costado de mi maleta, cuatro y quince. ¿Cómo podía pasar el tiempo tan rápido? Otra vez en la pecera, reducida a mis aleteos a los que el movimiento veloz del agua no les da tregua. Corrí, nadé y lamenté no haberle contado a Dan lo del pez, pero era muy tarde. Nadé por esa calle principal sin ritmo y con mucho miedo. Iba a llegar más tarde de lo que pretendía. Era domingo y hace casi veinte minutos debía ver a Viviana en la oficina. Quise dejar de moverme, de aletear, pero recordé al pez y tuve miedo de caer al fondo. De volverme arena con la arena.
Sobre la autora
Andrea Armijos Echeverría (Quito, 1996). Estudiante de doctorado y profesora de español en Ohio State University, Estados Unidos. Maestría en Culturas y Literaturas Latinoamericanas en OSU y Licenciatura en Artes Liberales por la Universidad San Francisco de Quito. Ganadora del concurso-beca de relato Interpretatio 2013 de la USFQ. Ganadora del Lucha Libro Quito 2016. Ha escrito y publicado ensayos y artículos en revistas nacionales e internacionales. Autora del libro de cuentos y prosas poéticas "Cómo tratan las mujeres a sus peces dorados" (FLAP, 2016). Antalogada en "Despertar de la Hydra: Antología del nuevo cuento ecuatoriano" (La Caída, 2017), en "Señorita Satán: nuevas narradoras ecuatorianas" (El Conejo, 2017) y “Ecuador en corto: antología de relatos ecuatorianos actuales” (Universidad de Zaragoza, 2020). Ha trabajado como docente de Lengua y Literatura y editora.
Valoración literaria
Las imágenes se disipan de la realidad y se plasman en el alma del texto. Que el corazón se agite con las alegorías que Armijos nos brinda es involuntario, aunque uno desea hacerlo. Somos peces y arena, somos movimiento vivo y fondo. Con Andrea, la posibilidad de abandonar el conjunto de urgencias que presuponen a la vida es un aliciente, pues ella también lo hace en el momento que se detiene a contemplar lo que existe, pero ignoramos. Trabajamos en domingo todos los días que corremos a una oficina donde Vivianas de otros nombres nos esperan.
El Carnero.
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