Edmundo Rodríguez A. (Ecuador) - El dueño de la casa.







EL DUEÑO DE LA CASA

             

-Alza el remo, compadre Coyote ¡Yo me lanzo primero!

-No aquí, primo. Más al centro. ¡Sigue remando!

-Escucha. Algo está gritando la tía. No alcanzo a oír lo que dice.

-Por allá puede ser. ¡Mira! Ya no veo tantas algas. 

-Es verdad. ¡Genial! ¡Yo me lanzo primero!

-¡No, no, calma! Tú controlas bien el bote. Escucha: yo iré hasta el fondo y luego vas       tú, pero mañana serás el primero en cazar una tórtola.

-¿Una tórtola, compadre Coyote? ¿Y robarle tiempo a su corta vida?

¡Jamás! No me pidas eso. Ya es un año que no hago trampas. ¿Sabías que todas las aves van al cielo con los rayos de la luz del alba?

-¿Los rayos del alba? ¡Cielos, primo! ¿De qué estás hablando? Como sea, voy primero.

 

    En el muelle, la tía Mary agitaba los brazos pidiendo que saliéramos del agua, pero, en ese instante, nos hallábamos tan lejos de la orilla que sólo intuíamos aquello que ordenaba.

    De inmediato, eché un vistazo a los ojos de mi primo. Esperaba hallar alguna reacción de alarma, una mirada de espanto; algún gesto de preocupación que acompañara el cargo de conciencia que sentía como un peso oprimiéndome la espalda, pero Pablo estaba ajeno a mis temores, completamente distraído. Pulía con cuidado los botones negros de su suéter.

 

     El sonido del lago retumbaba en mi cabeza con un sonido penetrante. Miraba el color del agua y la brisa de las olas que formaba diminutas láminas de escarcha pegadas al madero de los remos. Yo pensaba en la traición que cometía en contra de la buena voluntad de la tía Mary, pero de algún modo, no sé cómo, pude mantenerme firme y con la espalda recta, mientras contemplaba la orilla de soslayo.

 

    Avanzábamos con alguna rapidez, diría que a buen ritmo. En el bote, había un silencio de proporciones hostiles. Me sentía mareado y no quería ya pensar en nada, tampoco hablar de nada con mi primo. El lago estaba blanco y lejano, no escuchaba nada, bueno, quizás a un grupo de garzas que volaban junto al bote.

 

    Minutos más tarde, llegamos a un sitio hermoso de aguas apacibles, lleno de los destellos deslumbrantes de inicios de verano. En silencio, me quité la ropa, los zapatos y me adentré en las olas con los pies descalzos. Nada estaba bien. Aparte de las olas y su bramido titánico, había cuanta tristeza como sal tiene el mar. No era el día ni el lugar apropiado para el juego, mucho menos para sumergirnos en el agua fría. Simplemente, había que ser buenos y volver donde la tía.

 

-Son las ocho de la mañana -dije, esperando una respuesta - ¡Hace  demasiado frío! - Contestó Pablo con una especie de murmullo que pasó inadvertido por el ruido de las olas: un ¿tal vez ahora?, o un ¿ahora?, no lo sé.

 

   Había oído de mis tíos que el río de Peguche, al entrar al lago de San Pablo, se transforma en una corriente poderosa de aguas blancas que forma oleajes y remolinos, que no hace mucho habían hundido a un grupo numeroso de gente conocida.

 

   “No puede ser verdad” –dije, tratando de animarme y escuchar una respuesta de mi primo- ¡Debe ser un cuento de los tíos; una fullería tonta direccionada a los niños para alejarlos de los botes! Se hizo un lapso prolongado de silencio absoluto y lo miré extrañado. ¿Se habría enojado por no entrar primero al agua? Qué niño -dije a mis adentros. Y sonreí al ver que recogía con las manos los destellos luminosos en el agua.

 

   Inmediatamente reanimado, tomé la iniciativa.  Era el más grande de los dos, el primo mayor, un año completo de diferencia. Y entonces, me apuré, sin otra cosa que pensar en la técnica de respiraciones aprendida en la alberca de mi escuela: diez inhalaciones rítmicas y un descanso corto. Aspiraba todo el aire que podía y lo empujaba desde mi pequeña barriga, de una forma controlada. Diez respiraciones profundas, un descanso corto y otra vez el círculo completo. Acabada la técnica respiratoria, puse la atención en el destello más brillante que ondulaba en el arco pasajero de las olas; inflé el pecho lo más que pude y salté con decisión.

 

   La emoción de sumergirme en aguas abiertas era asombrosa. Descendía arrobado por un vértigo de comodidad sublime y bajaba lentamente pensando que el frío no importaba, mucho menos para un hombre de coraje, como me sentí en aquel momento. Había tomado la primera decisión importante de mi vida, sin la aprobación ni vigilancia de mis padres. ¡Finalmente era dueño de mí mismo y de una sensación gloriosa de poder! Transportado en una especie de delirio, el síndrome de la inmersión me llevaba cada vez más hondo.

 

   Fui notando el cambio del color en el agua: transparente, clara, burbujeante y luego, un tono azul marino que de a poco fue cambiando hacia un lila concentrado. De repente, me vi envuelto en un manto de ceguera total, no veía la silueta de mi mano. Asustado, alcé la vista entre una espesa oscuridad de silencios totales y, lleno de un espanto nauseabundo, entendí que había bajado demasiado. ¡Nunca alcanzaría la superficie!

 

   Empecé a zarandear los brazos con la poca fuerza que aún tenía, y en mi cabeza la única idea de escapar de aquel lugar me ardía sin clemencia. Era el tercer día de visita en la casa del abuelo y no podía arruinar el fugaz placer de armonía familiar.

 

   De a poco, los tonos empezaron a volverse luminosos; azules, celestes, blancos. Subía con los ojos desesperadamente abiertos y la agonía de la asfixia prolongaba los segundos de una forma interminable. Al fin blancas ¡Llegué! –dije a mis adentros, mientras me ahogaba ya, con la cabeza totalmente fuera del agua. ¡Fantástico! ¡Lo había logrado! Había bajado como todo un buzo profesional, y sin contar con equipo; sin manguera ni escafandra, únicamente con la fuerza prodigiosa de mis pulmones. Estaba, sin duda alguna, orgulloso de mí mismo.

 

-¿Estás bien, compadre Coyote? Demoraste mucho. Ahora ya es mi  turno.

 

Casi en la inconsciencia me sostuve del borde lateral del bote; no podía respirar, miraba el día envuelto en una película roja. Ayudado por mi primo, logré acostarme en el entramado del bote, mientras vomitaba girones de algas que había tragado sin notarlo. Espantado por un ruido extraño, abrí los ojos al oír que Pablo repetía exactamente mi ritual respiratorio. Hice un esfuerzo sobrehumano por hablar. Alcé la mano y con la voz entrecortada le rogué, que no lo hiciera.

              
 -¡Abajo hay un pez enorme! –mentí, asustado- Espera un poco hasta 
reponerme y manejar los remos.

-¡Un pez enorme! -Repitió emocionado- ¡Debe ser una ballena!  ¡Tengo que verla! 

 

   Y sin decir otra palabra se lanzó al agua enviando el bote a la corriente de Peguche, que, extrañamente, estaba a nuestro lado. De inmediato, sentí la velocidad y el viento helado. Los tumbos de las olas aporreándome la espalda. Pablo se quedaba solo en la mitad del lago. Pero, a cada salto sobre las olas, no pensaba en otra cosa que agarrarme “como sea” y no caer al agua. A punto de gritar horrorizado y sin creer lo que ocurría, el bote se elevó en el aire. Caí al agua… no recuerdo más.

 

***

 

   Sonaba el coro de niños en la entrada principal del cementerio de Otavalo. Una multitud de personas vestidas de negro acompañaban en silencio el duelo familiar.    

    

   Pablo Vinicio Del Cid. Mi primo menor. Un niño alto y sonreído de unos diez años, más o menos, fue mi compañero de ilusiones infantiles; su alegría inteligente desbordaba por encima de mis otros primos; sus ideas, su carácter inquieto, sus chispas agudas y ocurrencias joviales, me hacían sonreír a cada rato. Pero aquella mañana de miércoles, tendido en su cofre mortuorio, estaba blanco y quieto como un lirio congelado. Ahora mismo acabo de pensar en sus juegos de alegría y el timbre de su voz. Él era feliz cuando yo iba de visita a la casa del abuelo, e igualmente me hacían feliz las cartas que llegaban de Otavalo. Leía sus saludos, sus planes de aventuras en las montañas azules de Mojanda, para luego de unas pocas líneas despedirse con la honestidad simple de un niño. “Hasta el día de nuestro encuentro, compadre coyote… tu hermano más que primo, separado por un año de no verte… Pablo Vinicio Del Cid”.

 

***

   Corría el año treinta y nueve. En aquel entonces, vivía en Quito. Recuerdo que mi vida, era de total melancolía. Alejado de la pasividad del campo, de las tardes de color naranja, de los cuentos soñadores de mi tía Blanca, de las habillas y el olor a chocolate en la cálida cocina de la abuela. Sentía que, en verdad, la casa de Otavalo era el refugio de la felicidad; el sitio más hermoso de mi infancia.

 

   En la gran ciudad todo era distinto; superficial y bullicioso. Los sábados y domingos pasaba aislado en mi dormitorio, sin salir más que al comedor, y exigido por mis padres. Me sentía irremediablemente enfermo. Para qué salir al bullicio de las calles, a la polución de la ciudad y al desinterés humano. En mi cuarto estaba bien, al menos podía recordar en paz los gustos de mi alma: la calle de mi pueblo, la bomba comunitaria de palanca roja, el tren cruzando por detrás del campo de rosales en el reino de una pajarita que comía el pan que le llevaba diariamente.

 

   Afuera en la calle, el tráfico de la ciudad me dejaba sin aliento. Las personas carecían de ese atisbo de preocupación real por el bienestar comunitario, aun de la cordialidad suficiente para dar una respuesta comedida a la pregunta de algún parque. La frivolidad costumbrista arruinaba mi esencia campesina y la confianza en el adulto, me era inexistente. No podía preguntar a nadie las cosas importantes para un niño de mi edad sin frenar el ajetreo presuntuoso de sus vidas; el túnel personal que encierra aquellas vidas en el egoísmo y la indiferencia social me resultaban incomprensibles. Sin embargo, tenía que adaptarme, como decía el sacerdote de mi escuela. Debía ser un niño moderado y de visión práctica, igual al resto de los niños de mi escuela.

 

  ¿Acaso –me pregunto- es tan difícil entender que el campo, las plantas y el aire libre, son constructivos y aleccionadores, especialmente para un chiquillo de cualidades sensitivas? ¿Y el emprendimiento social, la obra colectiva, el conocimiento estrecho de las necesidades locales, las relaciones directas y humanas? Y qué decir del espíritu de convivencia social, si en aquel entonces la materia escolar de solidaridad humana, no existía y no existe en la actualidad. La preocupación temprana por un mundo de respeto igualitario ¡tampoco! Desafortunadamente, la respuesta encubierta en los años nos olvida a todos, nos cambia y nos ubica en mundos diferentes.

 

   Julio, agosto y septiembre. Disfrutaba de la casa grande del abuelo, de su cómoda amplitud. Otras veces me intrigaba con el lechero solitario en la cima de Rey Loma y soñaba con el día en que emprendiera el viaje para observar el vuelo de las golondrinas en el celeste musical de la calle honda de mi pueblo, abrazado a mis tías, adulado y consentido entre sus brazos. Confieso que mis alegrías todavía sobrevuelan esos días, confieso que un día fui feliz como niño.


   Y contaba las semanas y los meses, los días y las noches, hasta que llegaba, finalmente, como un sueño retrasado, las ansiadas vacaciones escolares. Solo entonces, me sentía libre y renovado. Dejaba atrás aquella opacidad anímica de mi conducta, para ser el ser más feliz del mundo, aventajando por mucho al alba y al sueño de la noche. Rodeado por un aire de felicidad, empacaba mi ropa en el silencio de la madrugada. Mis trenes de juguete, mis resorteras de nogal. Despertaba a los sirvientes y rápidamente ayudaba a alimentar a los caballos, a cargar su avena para el largo viaje, previendo que todo esté listo. Ya clareaba la mañana. ¡Era hora de partir! Subido al pescante del carruaje de mis padres, arengaba a los caballos, urgiéndoles por más velocidad.

 

   Mi madre sonreía al ver mi agitación y parecía un hada bondadosa de los cuentos europeos. Me miraba y se apresuraba a limpiar el sudor de mis mejillas, a esas horas de la madrugada. Viajábamos entonces contemplando el paisaje provinciano: las cómicas gallinas asustadas con el paso del carruaje, las cabras empinadas en los techos de las granjas y las casas solitarias de tejas y sus veletas colocadas con aquella sencillez agreste.

 

   Luego, en el camino, la oportuna coincidencia del paisaje y el recuerdo de una historia relatada por el buen Cuchan, el cochero de la casa; la voz respetuosa del compañero necesario para un viaje de alegría.

 

 Recuerdo que, en aquel entonces, conocía de memoria cada parte del trayecto, cada curva, las subidas, los descensos. Para mí, en medio de tanto júbilo pastoril, los olores de la tierra me eran simplemente inconfundibles. El olor de la fritada y el aroma singular de los aguacates y las chirimoyas tiernas, dispuestas para la venta como una forma deliciosa de bienvenida al hermoso caserío del río Guayllabamba.

 

   Después de dos horas de pausa, nuevamente emprendíamos el viaje mientras me alistaba a memorizar el trayecto que restaba: los pencos en las curvas, los estéreos de leña y las totoras en los patios de las casas; escuchaba el paso diferente de los caballos, alzando mi cabeza para darme cuenta qué sabía exactamente en dónde estaba. Entonces buscaba aquellos recovecos del paisaje descubriendo los detalles de la naturaleza, que solo yo sabía dónde estaban. Y cerraba los ojos y viajaba feliz, arrimado al cristal de la ventana. Unas cuantas horas después, el olor a magia devoraba mis pulmones, no podía ya dormir y estar sereno al mismo tiempo. Los pinos, eucaliptos y cipreses, agitados por la brisa del lago anunciaban con orgullo nuestro regreso al paraíso. 

 

   De inmediato, salía del carruaje y subía al lado del buen Cuchan a mirar absorto el paisaje desbordado de azules. El corazón de peña abierto en el pacífico Imbabura. Un volcán de belleza incomparable que, erguido verticalmente en las orillas del legendario lago, contempla reflejadas sus parcelas de oro como ofrenda a la generosidad divina, asentadas en esta tierra.

 

     A lo lejos, una bandada luminosa de garzas volaba a posarse en la campiña de Espejo; pueblo musical de gente bondadosa.  Al avanzar dos curvas de viejos arrayanes, se podía contemplar la casa azul de mis abuelos: sus amplias terrazas, sus tejados, la palmera centenaria del patio principal.


    El cambio del ambiente era distinto, notorio. Sentía la magia que envolvía la tarde. De pie, en el graderío del portón mayor, la figura de mi abuelo, su bastón de cedro con su traje almidonado. Mis tías me arrancaban lágrimas de felicidad contenidas todo un año. La atmósfera liviana, el ladrido de los canes. Retazos de mi alma grabados en el recuerdo de aquel niño que aún vive estacionado en el aroma inolvidable de la casa grande. Pablo salía a detener a los caballos, mientras mis primas, ataviadas con sus delantales blancos y sus zapatos charolados, sonreían con sus rostros de flores delicadas.

  

    Sin embargo, aquella tarde, la magia había cambiado por completo. Alejados de la gente y agrupados en una esquina del salón de la casa en donde se velaba el cuerpo de mi primo, sus hermanas relataban el dramático cambio que, últimamente, se había operado en su carácter. No podía creer lo que decían, el cambio tan extremo del que hablaban me era muy difícil de aceptar.

 

-Por las mañanas, antes de clarear el día, -confesaba así Violeta, la hermana mayor- en varias ocasiones, él salía de la casa sin ser visto y se perdía el día entero. Nosotras, angustiadas, no sabíamos qué decir a nuestros padres. Al caer la noche y ante la sorpresa de nosotras, él entraba por la puerta del patio trasero, cansado, cabizbajo. Sin mirar a nadie subía hasta su cuarto y se dormía toda la noche y todo el día siguiente. Luego de dos días despertaba feliz, renovado y lleno de energía. Apresurado, buscaba en su morral un trofeo obtenido en su ascenso al Imbabura y depositaba en las manos de mamá una pluma extraordinaria que había recogido en el nido de los cóndores. Una victoria, primo, por la paciencia y el tesón de un niño de diez años que, al menos para mí, resultaba inigualable. Imagínate -decía un tanto emocionada- el hecho de pasar el día en las alturas, sin comer o beber, ni siquiera un trago de agua, sobre todo, estar completamente quieto hasta que los cóndores volaran de su nido. A mí, te repito, me resulta extraordinario. Pablito se sentaba con nosotras, relatando su aventura, hasta que, en un momento de arrebato, viajando lejos con el alma y el corazón, abría los brazos y giraba por todo el dormitorio, mientras murmuraba entre los labios: volar, volar. Era una especie de delirio extraño. Se detenía en seco y nos miraba con un aspecto extraño. Intuíamos que parecía comprender algo en su pequeña cabecita. Sonriendo nos pedía calma, que no había nada que temer -decía-, que el dueño de la casa le había asegurado su salud, pues aún debía conocer un poco más del mundo. Entonces, papá le preguntaba acerca de ese supuesto hombre.

 

   Hijo –le decía con gravedad-, el dueño de la casa es el abuelo. ¿A cuál casa te refieres? - En este punto, Violeta dirigió la vista al ataúd.

 

-Reconozco –musitaba- que yo sentía un poco de temor, ya que no llegué a entender sus palabras, mucho menos su actitud.   

 

-Una noche, antes de tu llegada, –interrumpió Narcisa, la segunda hermana, recogiéndose las lágrimas de las mejillas- a la hora de la merienda, mamá entró en el comedor de la cocina, blanca como la cera derretida ¡Pablito no estaba en su cuarto! Mira, primo, nosotras en verdad -continuó- estábamos al tanto de su conducta y lo vigilábamos con esmero, pero, en un pequeño descuido, él desaparecía de la casa y la gente iba preocupada buscándole de un lugar a otro, mientras el abuelo disculpaba a los trabajadores y a nosotras las hermanas ¿Recuerdan –dijo, alzando el tono de la voz- que aquella noche lo buscaron en cuadrillas, tocando las puertas y preguntando a los vecinos? Hasta que, en plena madrugada -según dijo don Alberto, el mayoral- lo habían encontrado caminando de regreso en la espesa niebla del bosque de Peguche.

 

   Todos en silencio habían esperado que se acerque por sí mismo. Y cuentan que, al hacerlo, él lucía muy tranquilo, un poco afectado por el frío, tal vez, pero, en líneas generales, bien. “Padre, ¿qué ocurre? –Había preguntado– No pueden estar inquietos por mi causa todo el tiempo. Veo que mamá está temblando ¡Yo conozco bien éste camino! Hoy estuve con la dulce Fanny. Cuando nos sentamos todos en la mesa, la anterior semana, les conté todo sobre lo que haría, especialmente de esta cita que acabo de tener.  Les dije que ella es un espíritu y jamás me haría daño. Un ángel que no recela de tomarme la mano. También les dije que hoy iríamos de visita al corazón del bosque, a un lugar secreto, propiedad del verdadero dueño del lago de San Pablo.

 

 –Primo –interrumpió, Violeta, llorando suavemente-, Pablo nos contó de la existencia de un pez sabio, de un ser maravilloso, lleno de consejos y enseñanzas ejemplares. De un pez enamorado del azul del agua, aunque era totalmente un pez de oro. 

    

Nos cuenta don Alberto que mis padres se miraron en silencio. Sabían algo que callaron desde siempre, pero hoy, ya todas sabemos que mi hermano sufría de un síndrome psicológico avanzado; de una enfermedad incurable que le impedía distinguir la realidad ¡Ésa es la razón –descubrí- por la cual nadie me culpaba! Al contrario, me abrazaban con ternura, creyéndome una víctima de las fantasías de mi primo; un niño afortunado que vivió de milagro.  

 

Inmediatamente, salí de la casa para dirigirme a mi lugar favorito de la huerta, en donde nadie me buscaba y, por ende, nadie me encontraba. Arrimado a mi viejo árbol de capulí, con las piernas hundidas en la sarapanga seca de la última cosecha, pensaba en mi familia y en la vida corta de mi primo. La responsabilidad –me decía atormentado- era solamente mía, era yo el único culpable.


   Casi sin poder calmarme, lleno de una rabia incontenible, quise regresar al centro de la sala y confesar a todos aquello que volcaba mi conciencia, pero, sin tener ningún sentido de las horas ni del clima, me quedé dormido, soñando con la magia que cambió mi vida para siempre.

 

   Ahora debo confesar que tuve la experiencia de viajar a una dimensión extraña, a un espacio consistente, de la mano de la fantasía y los sueños. Sin lugar a dudas, no distaba mucho de ser un mundo físico y real. Llegué a una parte oculta de la existencia, adentro de una casa que se abría hacia el espacio iridiscente del cielo verdadero.

 

   En este sueño, pude ver que Pablo me llamaba desde una loma salpicada de alhelíes y de flores de manzanilla. Me sentí alerta y vigilante alrededor. Él lucía su sonrisa como siempre, agitando los brazos, llamándome por mi apodo. Corrí sintiendo el agua en mis rodillas. Llegué hasta su lado y entonces, observé su rostro. Oía el timbre de su voz. Su cabello ensortijado danzaba suavemente y todo parecía estar normal.

 

- ¡Pablo Vinicio! –dije-, no entiendo qué pasó. Nadie dice nada. Parece que el abuelo pudo rescatarnos con la Tía Mary, pero evitan dar cualquier detalle. Te veo bien. ¡Qué maravilla! Es lo único importante- Le abracé con fuerza mientras me decía: - ¡Compadre Coyote, la muerte es maravillosa!  ¡No tienes la menor idea! ¡Ven conmigo, que debes conocer mi mundo! - Me quedé pensando en sus palabras. ¿La muerte?, repetí en mi cabeza y, sólo entonces, observé su extraña vestidura; una camisa larga de seda blanca como una toga de misario, unas sandalias doradas, que hacían juego con un lazo atado en su cuello y en el que pendía un hermoso pez dorado. Me tomó la mano y dijo suavemente: -Sí, compadre Coyote, estoy muerto, pero soy feliz. Tú no sabes la felicidad que tengo. Mira, éste es el lugar en dónde inicia el viaje. Te invito a acompañarme, a que conozcas este mundo maravilloso ¡Pero vamos hombre! Alégrate un poco y no tengas miedo, que pronto vas a regresar. ¡Te reto a una carrera!

 

   Totalmente confundido con su modo de actuar y sus palabras, me dejé llevar, tomado de su mano, entre movimientos bruscos y locas carcajadas. Sin darme cuenta, ya habíamos descendido por una loma. Mis piernas volaban en el descenso irregular del suelo. De un momento a otro, sentí que Pablo perdía el equilibrio. Quise sostenerle, pero ya era demasiado tarde, así que caímos juntos a una especie de alberca, con pequeñas islas de penumbras púrpuras que dejaban ver la bruma que nos sostenía sin dejarnos tocar el piso. Este espacio era transitado por unas líneas luminosas como rayos alargados que pasaban por arriba y por debajo de nosotros hasta perderse vagamente en la distancia, en puntos diminutos. Pablo me quedó mirando de una forma inteligente, usando nuestro código secreto de mirada. En silencio, me indicaba algo como solíamos hacerlo. Gozaba de su entera confianza. Entonces respiré con fuerza y asentí con la cabeza. Miramos juntos a un siguiente umbral iluminado y saltamos hacia él.


  La primera sensación fue de un sentimiento de violencia apabullante que corría por mi cuerpo. Creí haber violado el orden natural de las cosas. Algo así como si el arriba y el abajo no existieran. La velocidad era tanta que agobiaba totalmente mis sentidos. Los ojos se me salían por detrás de la cabeza y estuve a punto de gritar, pero luego de un instante, había terminado todo y estábamos viajando a un ritmo confortable. Pablo empujó mi espalda y empezamos a andar por un pasillo estrecho y caluroso.  

 

-¿Qué hacemos? -pregunté.

-Viajamos, -dijo- viajamos, compadre coyote, a la distancia secreta de un lugar feliz.

 

Valiéndose de una acrobacia inesperada, saltó a mi delante justo en el momento en que se abría un espacio amplio por el cual podíamos entrar. Pablo introdujo la cabeza y dijo: “No es aquí. Es en la siguiente entrada”.

 

Continuamos caminando por aquel pasillo, mientras dijo secamente que esas luces eran los vehículos dimensionales de la muerte. Me quedé pensando, no sabía que decir. Pablo se detuvo nuevamente y se abrió otro espacio por el que introduje la cabeza rápidamente. Mi asombro fue distinto. Me di cuenta que ahora viajábamos en una especie de vagón de tren, cargado con una multitud de niños que me hicieron recordar el patio de mi escuela. Miraba el movimiento de felicidad, las risas que inundaban su interior. Entonces, contagiados de alegría, ingresamos con aquella libertad con la que se entra a una fiesta abierta para todos.   

 

 Observaba a mi alrededor. Extrañamente, ya no me encontraba en un vagón de tren. Estaba en el centro de un hermoso pueblo, uno con sus casas simétricas y veredas precisas, con sus propias calles perfectas y sus árboles frondosos. A lo lejos en el horizonte, el cielo se alumbraba con un suavísimo púrpura. Y fue en aquel momento, cuando Pablo señaló con la mano, a una parvada de aves que volaban por encima de nosotros hasta diluirse transformadas en los primeros rayos de un sol que despertaba.

 

Asomaba el día con una ola de tibieza y colores vivos. El aroma delicado de las plantas se fundía en mi piel con dirección a mis pensamientos. Pero, de repente y, sin razón alguna, los niños empezaron a correr en desbandada, dirigiéndose a una casa ubicada en la parte baja de la calle. Iban hacia un espectáculo de madrugadas teñidas por el sol.

 

Quise preguntar a Pablo qué era lo que estaba sucediendo, pero él se había ido de mi lado. Otra vez busqué a mí alrededor y al punto lo encontré corriendo con los otros niños. Comprendí que algo sucedía y empecé a correr hacia la misma casa. Al llegar, jadeando y exhausto como nunca antes me sentí, busqué la puerta de entrada, pero tanteaba por todos lados sin encontrar puerta alguna. Confundido, me precipité por toda la casa, sin hallar por donde entrar. Lleno de impotencia, grité su nombre con toda mi fuerza, porque, curiosamente, podía oírle desde afuera. Esperé unos momentos y la respuesta no llegó. Por casualidad, di con una ventana sobre una alta pared. Apresurado como nunca, trepé por la pared hasta que pude ver en su interior. Eran niños ordenados en dos filas, dirigiéndose hacia dos espacios abiertos en el piso. Con asombro, un poco tarde, pude darme cuenta que las ventanas yacían tendidas en el suelo. Una de ellas daba hacia un espacio blanco. Al parecer, conducía hacia un destello que cegaba, pero me di cuenta que por ella ingresaban los niños. La otra ventana daba hacia un espacio diferente, a un lugar obscuro y lleno de nubes espesas que formaban rostros espantosos, por donde la mayoría de los niños eran absorbidos con violencia. Asustado, busqué a mi primo, pero él no formaba parte de ninguna de las dos filas. Estaba atrás con un pequeño grupo de otros niños jugando al escondite. En un momento cruzamos las miradas y dio un salto a la ventana.

 

-Esto es la muerte, compadre Coyote –dijo-. Espera ahí, que debo hacerte entrega de algo muy valioso.

 

Pasaron los minutos hasta que un sonido leve se escuchó en la parte baja de la casa. Con el Jesús en la boca, descendí por la pared y ante mi sorpresa, una puerta aparecida se abría lentamente. Sentí el aroma que exhalaba su interior. Era el mismo olor a lápices recién sacados la punta, a borradores de goma, a cuadernos usados y a reglas de madera. Y desde el fondo, vi que Pablo salía pensativo.

 

-Perdóname compadre, –dijo- pero me acaban de decir que tú no puedes ingresar. Hice lo posible. Sin embargo, si deseas, aún puedo hablar con el dueño de la casa. Pero tienes que firmar un libro y seguir las instrucciones. Solamente si es tu voluntad. Exactamente como yo lo hice; luego ya podrías ingresar y volaríamos juntos. Cruzaríamos las compuertas de la luz.

 

-Primo, ¡qué asombroso! ¿Qué son esos espacios abiertos en el piso? ¿Hacia dónde dan? He notado que la mayoría de niños fueron absorbidos por aquella ventana obscura y han sido pocos niños los que han entrado por la ventana luminosa.

 

- ¿A cuáles niños te refieres, compadre Coyote? Ellos no eran niños, porque niños hay muy pocos y son precisamente aquellos que han entrado a la compuerta luminosa. El resto más bien me parecían como las tiernas mascotas que nos dejan solos con su partida. Aquí en la muerte no existe diferencia alguna, los espíritus son exactamente iguales, por eso son espíritus, y no hay otro modo de llamarlos. Tú eres un espíritu, sin saberlo, y hay otros más en la tierra, pero en este lado de la existencia, todos los humanos, los perros, los gatos, las aves, es decir: todas aquellas mascotas o niños, que han sido castigados, torturados o abandonados, ocupan los primeros puestos de la fila y son exactamente iguales. Extintas están sus diferencias.

 

 -Son los espíritus de los perros aquellos que entraron absorbidos con violencia hacia el espacio oscuro de la vida, pero mira que nadie les ha obligado a tomar su decisión. Ellos vuelven por sí solos y de manera terca a la compuerta de la vida, para luego convertirse y otra vez ser reinsertados en el mundo como niños de verdad. Es algo incomprensible ya que dejan a un lado la ventana amplia del cielo verdadero. Su amor por el ser humano es tan inmenso que, incluso con la muerte, no termina, y sin pensarlo entran, como has visto, al mundo de la injusticia. En verdad son especiales. Mira, primo, te he traído este regalo, es un collar azul atado a éste hermoso pez dorado. Úsalo cuando vengas de visita. Es un boleto inagotable. Sólo tienes que tomar la decisión. Atiende lo que voy a decir: -había hecho una pausa y cambiado su semblante de alegría- La muerte de los grandes no es buena ni tampoco bella. Su alma está cargada de un peso incompatible con el cielo. En verdad es diferente. Pocos obtienen el perdón deseado. Si torturas a un ser inocente, sea cual fuere, viajarás atado al infortunio sin poder zafarte ni entrar a este lugar. Si apagas una vida, aún peor, estarías condenado a una existencia incomprensible para el ser humano; un dolor intenso con olas esporádicas de alivios momentáneos que, al terminar sus efectos, devuelven nuevamente el dolor y la conciencia de la soledad, pero de una forma mucho más intensa y dolorosa que al inicio. Es entonces, ese alivio momentáneo se convierte en el terror que no deseas. Reconoces como se acerca ferozmente de una forma irremediable. No me preguntes cómo lo sé. El perdón, compadre Coyote, no existe en la realidad, eso es un invento de la hipocresía humana para desmontar sus injusticias. El verdadero perdón no es un acto ajeno del espíritu, es una acción prolongada de la vida, una conducta que se gana con los días que se vive. Algo muy difícil de aceptar. Por eso, la muerte en los adultos casi nunca es buena. Y este mundo es sólo de los niños. Ahora veo –dijo sonriendo- que has sufrido demasiado, pero has sufrido sin razón alguna. Escucha, compadre. Yo firmé el libro de los cielos mucho tiempo antes de que llegues a la casa del abuelo. No tienes que culparte para nada. Soy feliz… no les digas a mis padres sobre aquello que has pensado confesar. Solo avivarías su dolor y sufrimiento.  Al contrario, no esperes nada y coméntales mi mundo. Pero hazlo libremente, con la alegría honesta de un testigo presencial, porque, mírame, compadre, yo soy feliz. Y tú también puedes serlo si lo deseas. Está en ti y en nadie más. Ahora piensa con cuidado, porque éste es el momento más oportuno de tu vida. Entonces, dime: ¿aún deseas hablar con el dueño de la casa?

 

 - ¡Sí, primo, quiero el libro que se firma!

- Mira atrás tuyo.

 

Al volver a la vista atrás, había un gigante de dos metros, o algo más, a mis espaldas.

 

 -No te asustes, pequeño amigo. ¿Deseas entrar a la casa? Hazlo con tranquilidad. Ve y recoge de la cesta que está sobre la mesa tantos peces de oro como te plazca. Toma cuantos quieras. Se trata de un regalo que te envían desde adentro de la compuerta luminosa. Ahora, piensa con cuidado. ¿Quieres firmar el libro de los cielos?

 

 Me quedé en silencio, con la vista baja y lágrimas en las mejillas. Había recordado algo de importancia; un pequeño asunto que debía concluir aquí en la tierra.


Como no había de esperármelo, invadido de tristeza, tuve que negarme, secar mis lágrimas y practicar en este mundo, la misión ineludible de formar una nueva condición de mi alma y tener la vida que he llevado desde entonces.

 

*  *  *

 

    Han pasado muchos años desde aquella noche. Y puedo asegurar que la misión está cumplida. El tiempo es pasajero y, como dije en el principio, simplemente nos amolda y transforma a todos. Debo confesar que no he viajado en muchos años, tantos, que he perdido ya la cuenta, no obstante, mi vida es normal y estoy viviendo en la ciudad. Hace mucho que recojo perros de la calle –más que todo, en memoria de aquel encuentro-. Mi familia está feliz y a cada uno le he entregado un pez dorado. Les he hablado de mi sueño y lo han creído totalmente. A Pablo, eso es lo más importante, pude despedirle con tranquilidad, una vez que lo vi alejarse por la compuerta luminosa de aquel sueño. Entró al cielo.

 

   Pero ahora, después de pensarlo bien, estoy cansado y tengo ganas de firmar el libro con el dueño de la casa. Lamentablemente, ya no soy un niño y, después de años de meditación silenciosa, sé perfectamente a donde debo ir. Espero, sin embargo, que la puerta se halle abierta. 

 

FIN

   

Tomado del libro "Reflejo de los quebrantos". PlumAndina Editorial. 2020.



 


Sobre el autor


Héctor Edmundo Rodríguez Almendáriz. Nace en Otavalo, Imbabura – Ecuador. Poeta, novelista, pintor, músico, pero, sobre todo, un lector de sacudidas emocionales que ha intentado sepultar con su trabajo; la indolencia del espíritu humano, para luego dibujar humildemente, la sonrisa complacida de Dios y de la Tierra.

 

En 2020 publica: “Reflejo de los Quebrantos” con PlumAndina Editorial.

 

Las obras que marcaron su infancia y su juventud son: “Juan Salvador Gaviota”, “Oliver Twist”, “Corazón”, “La sala número seis”, “La caída de la casa Husher”, “La casa de los muertos”, “El lomo estepario”, “Las Catilinarias” de Montalvo y otra carga de novelas extremas; para luego descansar soñando con el corazón, ya olvidado por muchos, de Homero y de Cervantes.

 

Le gusta el campo, el aire puro, la naturaleza y los animales. Cuando escala las montañas nubladas de los Andes ha sentido los mensajes de los últimos árboles limpios del mundo. Al prender una fogata, bajo un manto de silencios, las sombras y las luces que se le acercan y se alejan a medida que se aviva la fuerza de la llama mientras sueña con el humo sagrado de los troncos ya caducos de una civilización desalojada por la lucha visionaria de la gente nueva.






Reseña

 

Crecer, una puerta que se cierra.

 

Por, Yanier H. Palao

Dos niños, un pueblo fantástico. Un bote. La posible presa que nunca se llega a capturar. El lago, como metáfora, como pretexto para hablar de la hermosura del campo. Los colores se saturan igual a un sueño. La superposición de planos; la fantasía y la realidad se mezclan. Una tía misteriosa desde los márgenes del lago les grita a los niños, alzando los brazos, que salgan. El bote es el símbolo de una vida rica en recuerdos, mas que en experiencias vivenciales. Hay un rechazo a la adultez; a “lo agitado” de las ciudades. El narrador no se adapta a la incomunicación, o lo que es lo mismo, a la indiferencia social.

La firma en un libro para acceder a otra dimensión. Posiblemente todo se trata de una conversación con su primo. ¿Pero quién es el fallecido? ¿Existe el pueblo… el algo?

 


 

Valoración literaria

 

De igual manera que el loto florece majestuoso en el Japón, la magia brota de cada una de las palabras de “El dueño de la casa”. El tejido de las descripciones se pinta con forme se avanza en la lectura, es decir, el autor no predispone las escenas como un tapiz preconcebido, sino que obsequia al lector el placer de reinventar su propia imagen del cielo y de la tierra. No hay “mensaje” sin filosofía. Las disertaciones de Edmundo, son como un manantial que refresca a los que vagamos sin esperanza en el desierto de los conceptos uniformes. La relación del título con la obra per se, no deja cabos sueltos, sin embargo, el trasfondo de la vida y la muerte es, indiscutiblemente, un misterio. El final, por otro lado, provoca un terror profundo, necesario, delicioso; tan importante para sobrellevar el presente.


El carnero. 


Comentarios

  1. Felicitaciones a Edmundo R y en especial a la editorial Plumandina que abre camino a la cultura de nuestro pais.

    ResponderEliminar
  2. El cielo tan anhelado como inalcanzable. La niñez, un juego de alegrías transitorias, irrecuperables, testiga de una felicidad ardiente, con culpas efimeras, esa niñez conmovedora que, a veces, soslaya nuestro ímpetu por madurar.
    El uso exacto del recurso literario que precisa dibujar en nuestras mentes cada palabra de esta historia desesperada.
    Bravo!

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Cristina del Pilar Buenaño (Ecuador) - La belleza y la parca / La mesa de Guayacán

Elsy Santillán Flor (Ecuador) - Tres patios para Antonia