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Andrea Armijos Echeverría (Quito, Ecuador) Ver morir un pez

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Vi la pecera de la biblioteca municipal por primera vez cuando me levanté del pequeño sillón de la sala de estar. Eran las dos y cuarenta, en una hora debía estar en la oficina para ver a Viviana. No tenía ganas de hacer nada, toda esa semana me había levantado tarde, había comido poco y me habían dolido las plantas de los pies más que de costumbre. Ese día, en especial, me prohibí salir a trotar, algo que habría hecho cualquier domingo. Mi cuerpo estaba devastado. El vuelo que me había traído a esta ciudad hace una semana había sido el peor de mi vida, pero lo primero que hice al día siguiente fue salir a trotar. Noté hace cinco años que solo así podía olvidarme de las cosas abrumadoras que me pasaban por la cabeza. Mi cuerpo me lo agradecía a veces, pero estos últimos meses lo había resentido, no había podido descansar. He estado cinco meses en esta ciudad (sin contar el receso navideño en el que volví a casa), y nunca pude visitar la biblioteca municipal que está a menos de 200 metr

Jorge Santtori (Quito, Ecuador) Asfalto de fuego

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Al principio la muchedumbre no supo qué hacer. Unos querían quemarlo, otros deseaban golpearle por un rato, y sólo unos pocos anhelaron conocer la verdad antes de actuar. Mientras las cavilaciones ocurrían, el hombre golpeaba sin piedad a la mujer. Y unos perros callejeros ladraban en derredor suyo. La sangre de la mujer estalló en un último puñetazo y entonces los moradores del Barrio de las Letras por fin actuaron. «Déjenme ¡Maldita sea! Hoy mato a esta puta», gritó el hombre, lo que produjo que hasta los vecinos más prudentes inundaran su hígado con odio. Lo golpearon con asco, sin descanso, por turnos. El vecino Roque, que trabajaba como reportero en un diario local, succionó gasolina del tanque de una furgoneta mientras su mujer empezaba a filmar el auto de fe con mucho cuidado de no enfocar la cara de su marido, que irónicamente la había golpeado la noche anterior. El calor provocaba alucinaciones en la atmósfera. Los perros huyeron aterrados por la fuerza de los bufidos. Cuando

Alex Angamarca (Quito, Ecuador) - Érase una vez un político honesto

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  El blanco se acercó a mi hamaca, sudando por la calor, huyendo de los mosquitos que le chupaban la sangre como si de un festín se tratase, ansioso de hablar una vez más, si bien su español apenas le valía para entender; menos para comunicarse. Aun así, el blanco quería hablar y cuando el blanco quería hablar, hablaba hasta por los codos. —Míster Zambranou. —Saludó con su pésimo español—. Yo tener una pregunta.    <<Claro que sí, gringo gil>>. Sonreí. —¿Qué quieres ahora? —He visto noticias. Ustedes, The Ecuadorians, son… ¿cómou lo dicen? Algou tontos. La palabras del gringo me hicieron sonreír y molestarme al mismo tiempo. ¿Así que algo tontos? ¿Por qué lo decía? Tras su afirmación se quedó de pie, concentrado, esperando que yo le preguntase el porque de sus declaraciones. Claro que quería hacerlo, pero esperaría un poco más. El viento marino sopló trayéndome historias de otros lugares y vivencias de mil personas. Yo, un hombre de mar, lo disfrute como nunca. En mi juvent

Diego Montalvo (Quito, Ecuador) - El aquelarre

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El aquelarre  Llegué antes de la hora señalada.       Él siempre se impacientaba cada vez que llegaba tarde. Era consciente que en reiteradas ocasiones antes le había fallado. Fruncía el ceño. Fumaba con impaciencia, golpeaba con el bastón fuertemente el piso.  Era un día importante para él. No quería hacerlo esperar. Cuando entré a su morada, crucé el jardín como alma que lleva el diablo. Abrí la puerta principal y subí las escaleras con aplomo. Empujé la puerta de su estudio. Un gran estante de libros, de piso a techo, yacía acomodado a un costado del cuarto. Él estaba de pie, frente al ventanal mientras miraba perdido al exterior. Las luces de las sirenas se aproximaban. Su sonido aún era distante. Con una mano se frotaba su bigote estilo Cyrano de Bergerac. En la otra sostenía una copa de coñac. Dejó su ademán y sujetó con firmeza la cabeza de su bastón. Al entrar, se dio vuelta en redondo. Me esbozó una ligera sonrisa. A un costado de la chimenea estaba un objeto rectangular cubie

Katicnina Tituaña (Cotacachi, Ecuador) - Amar a un Cactus

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  Amar a un cactus Muyu tuvo su primera lección sobre el amor un frío y nublado día de octubre. A sus cortos cinco años, cuando las agujetas de sus zapatos bailaban al compás de sus brincos, la pequeña aprendió algo que recordaría primaveras más tarde: el amor puede ser doloroso.  A pesar de que sus padres ya no vivían juntos desde hace un año, Muyu solo había conocido el amor en su forma más pura y bella. Nadie en el país de las maravillas podría haber anticipado el golpe de realidad que recibiría poco después.  Como todos los sábados, su madre la llevó a la casa de campo de Lila, su abuela, lejos de la ruidosa y acelerada ciudad. Por el espejo retrovisor del asiento de copiloto, Muyu observó cambiar el paisaje de concreto por el espectáculo verde que ofrecían los árboles y los prados, y buscó en el cielo las figuras más inusuales creadas por las nubes.  —Ahora veo un jinete montado sobre un hipopótamo —dijo la niña a su madre que no despegaba la vista de la

Oscar Wilde (Dublín, Irlanda) - Cuentos cortos

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El hombre que contaba historias Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían: -Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy? Él explicaba: -He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos. -Sigue contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres. -Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro. Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias. Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas… Mas al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando cerca del bosque, vio a un fauno que tañía su flauta y a un corro de si

Lewis Carroll ( Reino Unido) - Carrera en comité

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—La mejor manera de secarnos sería una carrera en comité. —¿Qué es eso de una carrera en comité —preguntó Alicia, no porque tuviera muchas ganas de saberlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como dando a entender que esperaba que alguien dijera algo y nadie parecía que fuera a hacerlo. —La mejor manera de explicarlo, será haciéndolo. Lo primero que hizo fue trazar una pista, más o menos en círculo (“La forma exacta no importa demasiado”, dijo), y luego todo el grupo se fue situando por aquí y por allá. Nadie dio la salida, sino que cada uno empezó a correr cuando quiso, de forma que resultaba algo difícil saber cuándo iba a terminar aquello. Sin embargo, después de haber estado corriendo como media hora, y estando todos ya bien secos, el Dodo exclamó súbitamente: —¡Se acabó la carrera! Todos se agruparon en su derredor, jadeando y preguntando a porfía: —Pero, ¿quién ha ganado? No parecía que el Dodo pudiera contestar sin entretenerse antes en muchas cavilaciones; estuvo durant