Katicnina Tituaña (Cotacachi, Ecuador) - Amar a un Cactus


 

Amar a un cactus


Muyu tuvo su primera lección sobre el amor un frío y nublado día de octubre. A sus cortos cinco años, cuando las agujetas de sus zapatos bailaban al compás de sus brincos, la pequeña aprendió algo que recordaría primaveras más tarde: el amor puede ser doloroso. 
A pesar de que sus padres ya no vivían juntos desde hace un año, Muyu solo había conocido el amor en su forma más pura y bella. Nadie en el país de las maravillas podría haber anticipado el golpe de realidad que recibiría poco después. 
Como todos los sábados, su madre la llevó a la casa de campo de Lila, su abuela, lejos de la ruidosa y acelerada ciudad. Por el espejo retrovisor del asiento de copiloto, Muyu observó cambiar el paisaje de concreto por el espectáculo verde que ofrecían los árboles y los prados, y buscó en el cielo las figuras más inusuales creadas por las nubes. 
—Ahora veo un jinete montado sobre un hipopótamo —dijo la niña a su madre que no despegaba la vista de la carretera . 
Al llegar, Lila esperaba con los brazos abiertos. 
—¡Bienvenida, cominito! —exclamó con una amplia sonrisa en el rostro, abarrotándola de besos y estrechándola muy fuerte entre sus brazos. 
—¡Ay, abuela! —se quejó Muyu, riendo al mismo tiempo— tus cariños sí que parecen los de un trol. 
La abuela Lila era especial. Rostro dulce y voz amable. Su cabello lacio se había tornado blanco y brillante y en las mañanas solía decorarlo con coloridas flores de su jardín y con plumas de pavo real de su gallinero. Cual nido lucía su coronilla con orgullo; no cabía duda de por qué las abejas y los pájaros más despistados acostumbraban a reposar allí después de un largo vuelo. 
Sin más preámbulo que sus divertidos reclamos, la niña preguntó inmediatamente: —¿Qué aprenderemos hoy, abuela? 
Abuela y nieta habían inventado una divertidísima tradición. A la abuela se le ocurrían toda clase de ideas locas, desde explicar a la niña cómo ahuyentar las pesadillas comiendo gominolas antes de ir a la cama, cómo arreglar una tubería, cómo llegan los bebés al mundo (de verdad), hasta en qué fase de la luna plantar un maíz. 
La anciana era amante de la naturaleza. Como si de un encanto se tratara, de pronto un nuevo árbol, flor o cactus aparecía plantado en la pequeña jungla, ubicada en el patio trasero que había sembrado con sus propias manos desde que heredase la casa de su padre, el viejo Lenny. 
Gracias a su padre la anciana aprendió que es posible comunicarse con las plantas y a modo de mantra solía repetir: mientras más amor reciben, más hermosas viven. La lección de aquel sábado era precisamente sobre eso. 
—Todo lo que tienes que hacer es acariciarlas suavemente y ofrecerles un cumplido —explicó la abuela— intenta con “Buenos días Señor Limón, usted luce impecable este día. 
Muyu soltó pequeñas risitas.
—Adelante, chiquitina ¡A esparcir amor! 
La pequeña corrió hacia el jardín tan rápido como lo permitían sus cortas piernas. Al llegar, era casi imposible atravesarlo. Girasoles, azaleas, lirios y begonias; árboles de limón, manzana y de durazno; arbustos repletos de moras y grosellas. Cada planta ocupaba, vanidosa, un espacio en el patio. Fanática de los frutos rojos, Muyu empezó por la parte izquierda. 
—Buenos días, Señora Grosella, luce usted magnífica —le dijo al arbusto, arrancando suavemente una baya. 
—Qué delicioso se ve hoy Don Durazno, tenga usted un excelente día. —Continúo Muyu guiñando un ojo al árbol de melocotones. 
Y así, la niña siguió esparciendo su inocente amor a todas las plantas. 
A medio camino se encontró con un cactus de orejas redondas cubiertas de pequeños bultos amarillos. 
—¿Te ha dicho la abuela Lila alguna vez que luces espléndido, amiguito? —dijo Muyu segundos antes de acariciarlo. 
Desde la sala donde estaba pintando, Lila escuchó un chillido. —¡¡¡¡Ahhhhhhhh!!!!—. 
La abuela se levantó de un salto del taburete y corrió hacia el jardín. Empapada en lágrimas y gimoteando, Muyu se acercaba con su mano derecha levantada. 
Su manita estaba cubierta de una afelpada superficie amarilla. Diminutas espinas habían pinchado dolorosamente su palma. 
—Oh, no, ¿qué ha sucedido? —preguntó la anciana consternada. 
—Q-q-q-q-q-quise darle amor al Señor Cactus —exclamó la niña entre llantos— y el malvado me ha lastimado. 
La abuela Lila no pudo evitar soltar una inocente carcajada.
—Oh, mi niña, pero qué lección has aprendido hoy —le dijo conteniendo la risa, 
mientras con el borde de su suéter intentaba secar inútilmente el caudal de lágrimas. 
—Muyu, tienes que saber que dar amor a veces puede ser doloroso —explicó la abuela a la niña, al tiempo que extraía cuidadosamente las pequeñas espinas con una pinza de cejas— el cactus no te lastimó porque es malo, ¿sabes?, sus espinas son su naturaleza, de hecho lo ayudan a sobrevivir—. 
Lagrimones aún rodaban por las mejillas de la niña, y su rostro ahora también reflejaba confusión. 
Lo siguiente que explicó la anciana se quedó grabado para siempre en la memoria de Muyu. 
—Verás, el señor cactus no puede recibir el amor de la forma en la que tú quieres entregárselo, ¿entiendes? Lo mismo ocurre con las personas. El hecho es, corazón, que diversas son las formas de amar e infinitas las de ser amado. Y eso a veces puede ser doloroso —pronunció la abuela Lila y estampó un beso en la frente de Muyu. 
22 años más tarde, aquella anécdota visitó su memoria. Ahora que Ray se alejaba lentamente, dejándola con el corazón roto, recordó la lección del cactus y curiosamente una sonrisa apareció en su cara. De alguna manera, Muyu supo en ese momento que su corazón no tardaría en sanar. 



Sobre la escritora 


Mujer kichwa, nace en Cotacachi - Imbabura el 8 de noviembre, 1997 . Estudió periodismo. Escribo para encontrar respuestas y darle sentido a su segundo nombre (Yuyaric = Memoria). También porque cree que las historias nos dan forma y nos acompañan. Le gusta lo simple, como los domingos por las mañanas y es amante de los postres. 


Valoración Literaria. 

Luego de un par de años llorando en secreto (a veces) a Rosario, Tituaña llega a mí con una flor o no, mejor, con un cactus, para recordarme la razón por la cual decidí dedicar mi vida a la escritura.  Ahora mismo, sin embargo, siento débil mi espíritu cuando redacto la historia de mis sentimientos luego de terminar este hermoso, sincero y necesario cuento; todos deberíamos leer a Katicnina.  Al igual que  Muyu, hoy soy valiente. 
 
Es innegable que la mejor escuela es el tiempo, por consiguiente: los mejores maestros son los abuelitos. Recurrir a los recuerdos para encontrar sanación es amor; "saber decir adiós es crecer". La metáfora es superior a los conceptos, dice Nietzsche, y yo, con este cuento más lo que escuché de Cerati, le creo . Explicar la libertad es complejo, pero no imposible. 

Cierro los ojos para evitar que una lágrima se me escape desde lo hondo; ya no tengo la fuerza de antaño y, aunque no me falta nada, creo firmemente que acabo de despertar de un sueño profundo en el que me había sumido para olvidar, que el verdadero amor da más de lo que recibe. 

El Carnero. 

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