Edmundo Rodríguez (Ecuador) - El placer de la inocencia pura

 




El placer de la inocencia pura

 

I

 

El centro de Quito es un lugar hermoso y nostálgico en muchas formas inimaginables. Los tejados altos, los portones de cedro con olor a siglos y las piletas talladas en la insigne escuela de La Ronda, dibujan la ciudad con tanta belleza que acentúan el carácter apacible y comedido de su gente. Las farolas encendidas irradian esa luz amarillenta que forma la penumbra encantadora de sus calles coloniales.

Cortinas vaporosas y balcones somnolientos descasan en una atmósfera de bellas tradiciones. "¡No existen noches de dulzuras como en Quito!", decía con ojos de ternura Anita Bermeo, la inmortal "Torera".

Ya nadie sabe la sorpresa de doblar alguna esquina y encontrarse con ese graderío flanqueado por paredes de geranios que custodian los patios interiores de la soledad.

Debo confesar que en mi corazón de niño había nacido una especie de romanticismo ingenuo, por saber de aquel artista que compuso esos paisajes de silencios; la historia de ese rostro descubierto atrás de una ventana empañada con el vaho glamoroso de un mundo de misterios, de aquella suave melodía de un pasillo oído en la distancia, o de los cubiertos en la loza al finalizar la cena de la luna de San Juan en los ojos de los niños que observan la neblina de su calle anaranjada.

En aquel tiempo había una niña de pintura, digna de Murillo.

Catalina Rojas era su nombre. Su uniforme a cuadros, las medias de algodón y la línea espesa de sus cejas la hacían ver como era su alma.

Yo salía de mi casa con la luz de un sentimiento nuevo y fingía la casualidad de algún encuentro, pero ella se alejaba de una forma incomprensible, pensativa, sin dejar que sienta su mirada nuevamente. Me quedaba confundido, vacío. ¿Acaso era invisible a su mirada? O  ¿éramos muy chicos para ser amigos? ¡Debía hallar la forma de acercarme y platicar con ella!

La primera vez que la vi fue en la esquina de mi antigua casa en el barrio “El Tejar”. Yo miraba el juego brusco de unos niños “peliaringos”, ella subía con su mochila repleta de cuadernos. No entendía la razón de sentirme atraído por aquella figura, pero el viento soplaba un suave rizo de hojarasca que enredaba sus piernas sin dejarla caminar.

Desde la ventana del segundo piso, Maritza, mi hermana de ocho años, la llamó por su nombre y saludaron con la mano. En menos de un instante cruzamos las miradas y su sonrisa me cortó el aliento. ¡Una multitud de esferas de colores giraban en el cielo! Era tan hermosa que había congelado de una forma nueva las emociones en mis venas. Mientras se alejaba cuesta arriba, empecé a adivinar la puerta de la casa por la que iba a entrar.

-¡Mi vecina! ¡Descubrí con alegría! ¡Vive en esta calle y nunca la había visto!

En la noche de aquel día, arrimado a la ventana de mi cuarto, miraba las farolas encendidas y pensaba en la manera torpe de su andar, el viento en su cabello y la sonrisa que no pude devolver. 

Me acosté en mi cama y me dormí soñando que bailábamos en una sala bulliciosa de globos y pasteles, y que, al encender la luz, en el juego infantil de la fiesta, todos nos pillaban abrazados sintiendo nuestro aliento.

Como al mes de haberla conocido, ya en el aula de la escuela, recordaba este sueño mientras alguien me gritaba desde lejos.

-Eduardo, ¿cómo se llama la amada de Don Quijote?

-¡Catalina!

 -¿Qué catalina? ¡Bobo! ¡Despierta ya! ¿Con cuál Catalina estás soñando?

Las risas estallaron en el aula. Abrí los ojos asustado. Tenía un rostro a medio terminar en el cuaderno de Gramática. Mi profesor de sexto grado hizo un dejo extraño con su bigote y continuó la clase.

-No recuerdo cuántos días han pasado -me decía, apoyado la cabeza nuevamente en el pupitre, tantos que una vez subí hasta su casa lleno de ansiedad por verla. Y llegué a un zaguán obscuro con departamentos de viviendas a ambos lados. Desde afuera se sentía el aire frío del interior. No había moros en la costa. Así que entré tomando un buen bocado de valor.

El lugar era enorme, se extendía a la mitad de una manzana, y aquel pasillo daba al cuarto piso de la casa. Las gradas a un costado franqueaban las viviendas ubicadas simétricamente en cada una de las siete plantas; al fondo, bajo el cono de la luz eléctrica, un grupo de niños de ocho o nueve años, habían detenido su juego y me miraban extrañados.

Las paredes bicolores lucían brillantes y las bombillas encendidas creaban ambientes altos y bajos en una atmósfera deprimente. Me introduje en la parte más oscura del lugar y al punto, oí el seguro de una puerta que se abría. Regresé a ver con disimulo. Una señora ya mayor, de unos cuarenta años -pensé-, salía con sus hijos. ¡Era ella! Me quedó mirando. Su hermano pequeño, al pasar a mi lado, me alzó las cejas con la cortesía de un saludo infantil y, al girar en el pasillo, me miró nuevamente, y entró la luz del exterior. “El Parque Blanco -dije susurrando-, ahí podría hablarle sin testigos.” Salí de la casa, oyendo que los niños increpaban mi presencia.

 

                                                                ***

¿Quién puede desde el fondo de su alma permitir que un respiro de descuido acabe con los años de la infancia?. Si la noche cae pronto, congela el velo ondulante de las primeras ilusiones y termina con aquello que en el día no se pudo hacer. Ahora veo el tiempo que ha pasado irremediablemente; atrás están los días en que corría el dulce velo de la infancia.

Esa noche, lleno de felicidad, subí a la loma de San Juan y un millón de estrellas brillaban en el cielo!

Los últimos días de clases iba a diario al parque blanco. Planeaba entrar a mi refugio oscuro dentro del zaguán. Entonces sacudí “el carril” y guardé mis libros con cuidado; al mirar hacia la calle, el estupor se hizo gigante; ahí estaba Catalina, mirándome de cerca.

-Hola -dijo con un tono encantador-. Eres el hermano de Maritza, ¿no?

- Hola -respondí con las mejillas ardiendo hasta las orejas.

-¿Esperas a alguien? -Hizo una pausa y se fijó en mis pantalones empolvados.- ¿Subes a la casa?  

-No... quiero decir, estaba descansando. Mi “carril” está pesado.

-¿Yo también subo? Si ya no quieres ensuciarte más…

-No, claro que no -dije avergonzado.

-¿Vamos?

¡No podía creer mi suerte! ¡Me hablaba como amiga! Un frío intenso recorría mi cuerpo. Sacudí el polvo de la mochila, y sin alzar la vista, sentí que ella sonreía.

-¡Mira allá! -dije tontamente, señalando al cementerio.- A veces me gusta entrar allí.

-La otra tarde te vi en mi casa.

-¡En el cementerio viejo hay una tumba abierta!

-Ah, ¿sí? ¿Qué hacías en mi casa?

Me quedé pensando. Parecía una especie de reclamo. Entonces la miré a los ojos.

-Sólo observaba; me gustan las casas antiguas.

-¡Y los cementerios!, según veo.

-Sí, son interesantes. ¿A ti no te gustan?

-¿Los cementerios? A veces, cuando estoy triste, bajo a visitar a mi papá. Él está durmiendo en el área vieja. ¿Cómo es la tumba que está abierta?

-Es celeste, tiene un ángel arrodillado.

-¡Es la tumba de papá! El viernes anterior perdí las llaves mientras recogía, junto a mi tonto hermano, agua para las flores, y de pronto las llaves se perdieron. Habían desaparecido. Cerramos la puerta con toda nuestra fuerza, pero los vientos, imagino, la abrieron nuevamente.

-Si deseas, yo te ayudo a buscarlas.

-Gracias, no quiero que mamá se entere. Hoy viajaré con Vidal, el culpable verdadero.  Será después de almuerzo.

-¡Te ayudo! Mañana es sábado y no tengo deberes.

-¿Sí? ¡A las tres y media!

Unos días antes había encontrado las llaves y, mientras ella hablaba, las sentía en mi bolsillo. Quise decirle, pero algo me detuvo y guardé silencio. En mi esquina repetí la hora. Pero ella alzó la vista hacia el segundo piso y se fue como si nada.  Al llegar a la entrada de su casa, regresó a ver y me dijo con los dedos: ¡A las tres y media!

Así que ahí estábamos, yo sentado a un lado del ángel desteñido mientras ella paseaba con el agua de un lugar a otro. Me deleitaba viéndola indignarse sin hallar las llaves, como si fuera la dueña de cada circunstancia del destino y de la razón de su mala suerte.

Había comenzado un dulce soliloquio en el que iba derritiendo sus olvidos. Salían sus palabras como la más dulce de las flores atenuando sus querellas en contra de la esencia tan exquisita como ingenua de su propia infancia y caminaba de la misma forma con que había llegado hasta mi alma. Creí, al ver su rostro floreciendo de alegría, cuando finalmente le entregué las llaves, que me iba a dar un beso, o un abrazo, pero me quedó mirando con sorpresa sin poder creer que había encontrado su tesoro. Sonrió en silencio. Le había alegrado como pocas veces se alegra a una persona suspendida, sin embargo, descubrí sus límites exactos al negarme ese abrazo caluroso del cual ahora soy su esclavo y que  no me deja descansar al saber que desde entonces Catalina es mi dueña consagrada.

Miré sus manos y quise tocar sus delicados dedos, sentir la tibia humedad de su palma, empapar mis manos con el agua de sus flores y llenarme de ella tanto como me era posible respirar. El contraste de su hermoso rostro en el frío mausoleo, era el placer de la inocencia pura, el reflejo de un depósito de dulzura blanca que debía conocer.

De repente, le rocé la mano, y entonces se acabó la magia bruscamente.



Reseña


UNA PINTURA LLAMADA CATALINA

Por. L'âme bleu.


Dulcinea, en el rostro de una niña que ha robado el corazón de Eduardo, un niño arrobado por el goce de una ciudad como Quito.

De este relato se obtiene una muestra del estilo ya definido por Rodríguez, la mirada vuelta hacia el paisaje y el efecto del tiempo encima. Con el recuerdo de Catalina, "una multitud de esferas de colores" se toman el cielo para recordarnos ese aspecto cándido y castizo del amor romántico -"ingenuo", en palabras del autor.

La historia se entrelaza con las escenas propias de un amor que se recobra, para luego alentar el corazón mediante melodías y destellos de ternura. Catalina, en primera instancia, es una niña distante, que se emociona con Lauro, primo de Eduardo que le hace visitas ocasionales. Sin embargo, con el tiempo, entre paseos por el cementerio, encuentra un sentimiento que corresponde al de Eduardo, entregándonos, así, una historia con un final feliz como muy pocas. Alegría que tal vez nos recuerden las emociones de aquel amor que aun nos hace presa en la memoria.

 


Valoración Literaria

 

La capacidad para describir espacios, es evidente en el cuento "Catalina" de Edmundo Rodríguez. Sus personajes son planos, no obstante, los diálogos del enamoradizo Eduardo, hacen estreche diferencias entre el cuento y la poesía. Con una lectura superficial claramente se puede notar que es el inocuo amor del niño expuesto desde el punto de vista de un hombre; los caprichosos,  celos y envidia; que por lo general se niegan a los tiernos ángeles; hasta que la verdad queda evidenciada al saberlos posesos por dichos sentimientos, presentes, tanto en el niño como en el adulto. Difiero mucho con el estilo que utiliza para narrar los hechos, -parece impropio de la infancia-, sin embargo, Edmundo conoce a la perfección la psicología de sus personajes, razón por la cual su texto irradia aquello ignoto tras el balbuceo cándido de Eduardo; sus intenciones más inconsistentes que ataviadas por la ignorancia bien podrían adjudicarse al maltrecho adulto. Los objetos incrustados en su prosa; colores, olores y formas aglomeradas en su texto, nos trasladan a un Quito barroco y nostálgico, semejante a la niñez, que el tiempo con su mano mórbida va difuminando.  

 Harlequín

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