Lucrecia Maldonado (Ecuador) - Juego de damas
El mundo es un sanatorio
Nos malanochamos antes de llegar al umbral. Ya con
los estímulos cansados. Siendo más espectros que efebos cuando nos vemos a los
ojos del trasunto en el espejo. La muerte acaricia nuestra frente y tras de sí
es un desierto luminoso lo que siembra, un hedor a quimioterapia, a hediondas
sillas de ruedas, supositorios y total agonía. Mientras con lastima te mira el
vulgo extasiado, porque los llena de morbo cualquier patología, porque todos
saben se trata de aprender a morir la vida; que la vida es una muerte
constante.
JUEGO DE
DAMAS
para Isabel Arteta
Perdona que te haya molestado con tanta
urgencia. Pero, ¿sabes?, el tiempo se acaba. Y no es necesario que me digas lo
que me dice todo el mundo: actitud positiva, esta enfermedad depende en mucho
de la cara que una le pone; hay gente que ha parecido estar en las últimas y
sin embargo se ha curado de un rato a otro. Aquí entre nos, Victoria, te diré
que no conozco ningún caso. Parecen reponerse un día, y un mes después estamos
comentando en el velorio: "... pero qué raro, si hace tan solo un mes
decían que había remitido totalmente..." ¿O no es así? Por eso tengo que
aprovechar ahora que todavía me queda un poco de fuerzas para pedirte el favor
del que me andas sacando el cuerpo desde hace un par de años, cuando se me descubrió
el bicho dentro del cuerpo y te lo quise pedir a tiempo, pero tú no te dejaste
acorralar.
Poco antes de que me encontrara el tumor
durante una ducha cotidiana había visto algo que me tenía furiosa. No alcancé a
decirles nada a ti ni a él, porque mientras pensaba cómo abordarlos me vino
este problema y ya pues, tuvimos todos que dedicarnos a otra cosa. Pero me
acuerdo perfectamente de la escena, y es eso lo que me impulsa a acudir a ti
para que me ayudes con esta situación. Era en la fiesta de cumpleaños de la
Rosita Puente. Y también recuerdo que fue la última fiesta en la que todas
estábamos felices, compartiendo con nuestros maridos, las casadas, y con la
tranquilidad que aterriza en la soltería después de los cincuenta, las no
casadas, entre ellas tú. Yo iba a la cocina por un poco de hielo para mi
whisky, y cuando empujé la puerta sin hacer mucho ruido un hielo diferente al
que había ido a buscar se me clavó de golpe en el centro del pecho: arrimados
al mostrador estaban tú y Rodrigo, mi marido, ¿te acuerdas? Tú, con el final de
tu espalda contra el borde del mesón de aquella cocina tan pulcra y elegante,
con tu copa de Alexander encima de uno de esos espectaculares escotes que
después se convirtieron casi en una burla ante mi situación. Sonreías discretamente,
sin dar la cara. Y él, apoyando un brazo en los gabinetes superiores, tan cerca
de ti, con sus ojos clavados en el escote, decía alguna cosa que ahora mismo se
me escapa. Me olvidé del hielo para mi whisky. Enemiga como soy de cualquier
tipo de escándalo, salí sin hacer ruido tal como había entrado, y me senté a
conversar con la Rosita, intentando espantar de mi cerebro cualquier idea que
tuviera que ver con cualquier cosa.
Eso fue exactamente una semana antes de que me
descubriera la protuberancia debajo de la axila derecha mientras me daba la
ducha diaria de otro sábado cualquiera.
Recuerdo que te había odiado durante toda
aquella semana. No hice nada porque no sabía qué hacer. No eras solamente 'una
de mis mejores amigas', sino la mejor. Justo el día anterior al macabro
descubrimiento Rodrigo me había preguntado si me pasaba algo, por qué estaba
tan rara. Yo solo le había dicho que era cansancio. Él, la verdad, no había
cambiado casi en nada conmigo. Si no los hubiera encontrado en aquella actitud
en la cocina no habría notado ninguna cosa fuera de lo común. Pero cuando una
ve algo así comienza a sospechar y no hay quien le detenga. En fin, qué te
diré, en realidad estaba hablando de otra cosa y me distraje por eso de los
antecedentes y las evocaciones.
También recuerdo como si hubiera sido ayer
nuestra salida del consultorio del ginecólogo, al que me había acompañado
solidariamente para recibir los dictámenes finales después de todos los
análisis y biopsias habidos y por haber. Bajamos hacia el estacionamiento y
entramos en el auto como un par de zombies, sin decir ni mu. En mi mente
resonaban algunas palabras claves de las sentencias del médico: mastectomía,
quimioterapia, cirugía reconstructiva... En la suya, no sé. Eran como las siete
de la noche y nos quedamos un rato sentados en el auto sin saber qué hacer. O
sea, era obvio que él tenía que encender el motor y mover el auto, pero no lo
hizo. Creo que ni siquiera puso las llaves en el encendedor. El aturdimiento
cedió de golpe el paso al primer latigazo de la angustia cuando lo escuché
preguntar, con una voz que parecía venir de ultratumba:
-¿Cómo les vamos a decir a las hijas?
Entonces no pude evitar que los ojos se me
llenaran de lágrimas y tomé un pañuelo desechable del dispensador del mostrador
del auto. Me apreté la nariz, lo recuerdo. Él me pasó un brazo por los hombros,
me atrajo suavemente y al abrazarnos estallamos sin mayor trámite en un llanto
apoteósico.
Tú sabes que hasta ese momento toda nuestra
vida iba sobre ruedas. No habíamos tenido penas mayores: tal vez las muertes de
nuestros padres, algo inevitable y que se llama, en buen cristiano, la ley de
la vida. Sabes también que no somos ni hemos sido jamás de esa gente
melodramática y escandalosa que anda suelta por ahí sollozando al menor conato
de cualquier cosa. Y si bien es cierto que alguna vez se me salió alguna
lágrima con alguna película no se puede decir que yo haya entrado jamás en esa
categoría de lo que llaman una mujer de llanto fácil. Peor él, que pertenece a
la generación de ‘los hombres no lloran’, tanto que ni siquiera lo hizo en el
funeral de su padre. Por eso me resultó tan perturbador el ruido de sus
sollozos mezclándose con los míos, que también se me hacían desconocidos, como
si pertenecieran a otra persona. Mientras todo el cuerpo se me sacudía
descontroladamente y mis ojos y mi nariz parecían tres cataratas de Iguazú
puestas de acuerdo, algo en mi mente intentaba venderme ideas consoladoras:
estamos en el siglo XXI, el pronóstico no es tan malo, lo dijo el médico, los
tratamientos son dolorosos y caros, sí, los estragos son terribles, pero esto
pasará, esto también pasará, ya verás, en un año nos reiremos recordando este
instante de desolación. Pero por más que hacía no conseguía serenarme. Y él
tampoco, porque además el instante de desolación ya iba durando como cuarto de
hora y no se veían señales de que se fuera a terminar, por lo menos no en
seguida.
Cuando creo que ya no nos quedaba un resto de
lágrima más dentro del cuerpo, nos separamos del abrazo sin hablar. Yo tenía la
nariz tapada y la hinchazón de los párpados me hacía casi imposible abrir bien
los ojos, que no solo ardían, sino dolían. Rodrigo se sonó como durante diez
minutos seguidos y luego me preguntó, con una voz tan griposa como si no se hubiera
sonado nunca:
-¿No quisieras ir a comer algo antes de
regresar a la casa?
Era una pregunta estúpida. ¿Con qué hambre? ¿Y
entrar en un restaurante con esas caras de víctimas de un ataque alienígena con
gas lacrimógeno? Ni siquiera contesté. Él, más compuesto, dijo lo que mi cabeza
había estado farfullando todo el tiempo:
-Estamos en el siglo XXI, Amparo. El doctor
dijo que el pronóstico no es tan malo. Es cierto que los tratamientos son duros
y que hay estragos importantes, pero esto pasará, esto también pasará.
-¿Y entonces por qué lloraste así?
Me miró con sus ojos tan maltrechos como los
míos, ensayó una tímida sonrisa y contestó:
-No es una noticia precisamente agradable,
¿no? La impresión, no sé. El verte mal a ti… Pero ya vas a ver cómo en un año o
menos nos vamos a reír recordando este momento.
Y en un año nos reímos, claro. Me acuerdo que
celebramos con champán en un restaurante carísimo, de esos a los que vas una
vez cada nunca porque es un lujo que casi nadie se puede permitir. A mí todavía
no me crecía el cabello de una forma presentable, así que fui con un turbante
blanco que tenía dos rosas en el lado derecho porque nunca me gustaron las
pelucas, la verdad. Y estaba lista para la cirugía reconstructiva en la que me
devolverían mis formas femeninas, aunque no sabía si iba a poder volver a
ponerme unos escotes como los tuyos. Fue entonces cuando pensé en ti por
primera vez en mucho tiempo, Victoria. Bueno, sinceramente, había pensado
eventualmente en ti alguna que otra vez, pero durante aquel primer ataque de la
enfermedad Rodrigo fue tan cariñoso, tan considerado y dulce, tan solícito que
habría resultado un insulto pensar que estaba tramando algo con mi mejor amiga.
Y de ti tampoco me puedo quejar: venías a visitarme todas las semanas, invitabas
a mis hijas a tu casa, al cine, a conocer los museos del Centro Histórico, tú,
famosa historiadora del arte, haciendo sus delicias con el anecdotario de los
próceres y los chismes no comprobados sobre los principales imagineros y
pintores de la Escuela Quiteña para que olviden el cáncer de su mamá. Yo sé que
todo lo hacías sinceramente, desde tu inmejorable corazón de amiga, y también
sé, no te me hagas la ingenua, que en todo eso había una importante dosis de
remordimiento. Porque sabías, ¿no? Lo sabías. Aquel encuentro en la cocina de
la Rosita Puente no había sido el único momento de una suerte de intimidad con
mi marido. Si bien nunca llegaron a mayores, era obvio que se atraían, y solo
tu lealtad y su acendrado catolicismo les impidieron irse a las manos en el
buen sentido de la expresión, ¿no es cierto? No quieras disimular porque yo
seré cualquier cosa, menos tonta.
Pero no te preocupes, porque no te voy a
reprochar ni a reclamar nada. Para Rodrigo siempre fuiste especial, lo sabemos
ambas. Recuerdo, por ejemplo, el día en que nos enteramos de tu divorcio. A
pesar de ser tan católico, dijo que se alegraba de que hubieras tomado una
decisión que, según todos, debías haber tomado por lo menos un par de años
atrás. Lo dijo al azar, como un comentario normal y corriente sobre la vida de
una querida amiga, y así lo entendí en aquel momento. Después de todo, te
habíamos visto sufrir tanto con las traiciones y otras agresiones de aquel, tu
primer marido, cuyo nombre ahora mismo se me escapa porque después de todo ya
no es importante.
Otras cosas son las que importan, ¿no es
cierto? Por ejemplo, esas pequeñas manías que la gente va adquiriendo con la
edad y que pueden dificultar la adaptación de una nueva pareja: los ronquidos,
los temas con la ropa y la comida, los miedos inconfesables, las pequeñas
neurosis que se disfrazan de mutismo y desazón. Desde ahora te digo que no te
preocupes: no ronca. Pero cuando está preocupado (y últimamente lo ha estado
mucho) sufre de espasmos mientras duerme: da un sacudón violento y luego
murmura tres o cuatro palabras que aparentemente no tienen nada qué ver entre
sí mientras se reacomoda abrazando la almohada. Cosas que se aprenden. Otra:
nunca, pero nunca, trates de interponerte entre él y la devoción que siente por
sus hijas. Como te conté, en lo primero que pensó después del diagnóstico fatal
fue en cómo se lo diríamos a las chicas. Ya hablaré con ellas para que te dejen
tranquila. Te quieren, sabes, ¿no? Te están agradecidas por lo bien que te has
portado durante este tiempo. Y están sufriendo tanto. Pero no tienes que ver
por ellas. El tiempo va a sanar esa herida tan natural que es la orfandad, tú y
yo lo sabemos bien, por dramáticas que resulten en su momento las escenas de
funeral.
Pero con Rodrigo las cosas van a ser
diferentes, lo sé. Después de todo son veinticinco años de vivir juntos sin
habernos separado para nada, ni siquiera para algún eventual viaje de trabajo,
porque el lema fue como la promesa matrimonial de los romanos: “Donde estés tú,
Cayo, estaré yo, Caya”. Aunque en aquella escena de la cocina por un instante
de descuido yo haya salido sobrando. Pero no importa. No creas que no me había
fijado en ustedes cuando conversaban de los gustos que comparten: la música de
Bach, sus conocimientos de arquitecto enlazándose con los tuyos de historiadora
del arte, el jazz, la pintura... Y no es que a mí esas cosas no me gusten, pero
yo ando por otros lados. Desde que los sorprendí en la cocina me vinieron a la
mente durante toda la semana, hasta encontrarme el tumor, las tantísimas veces
que conversaban en las reuniones de amigos incluso aquí mismo, en nuestra casa.
El brillo de sus ojos, el embeleso de los tuyos, la sonrisa de ambos, las
carcajadas que de repente estallaban entre los dos.
Nadie me dijo nunca nada. Nadie me vino con
ningún chisme. Y a veces pienso que ni siquiera ustedes dos se dieron cuenta.
Me quieren tanto y son tan íntegros que lo otro resultaba impensable. Lo
comprendo. Y lo agradezco. Pero ahora toda esa cercanía servirá de algo, porque
Rodrigo también se va destrozando de pena. No habla. No ha vuelto a llorar, al
menos delante de mí, aunque hay noches en las que, cuando piensa que ya estoy
dormida, se levanta, sale del cuarto y regresa como una hora después
intercalando discretos ruditos de nariz y suspiros apagados que lo venden solo.
Pero se va consumiendo en su angustia sin decirle nada a nadie. ¿Te das cuenta
de cómo ha adelgazado? Y tiene el pelo completamente blanco, cosa del último
año, o tal vez de los últimos meses o semanas, cuando los médicos dijeron que
había metástasis en los pulmones y en el hígado y que muy poco nos quedaba por
hacer. O sea, muy poco les quedaba por hacer a ellos, porque yo en cambio tenía
que irme ocupando de todo lo que implica ir dejando arreglada la vida de
quienes amas para que no vayan a sufrir más de lo que ya están sufriendo. Y
rápido.
Mira, sobre comida y detalles de otro tipo,
Rosaura ya sabe todo. No te vayas a deshacer de ella, es la ayudante más fiel,
la nana de mis hijas que se ha dejado la piel en esta casa y creo que le caes
bastante bien. Como toda persona mayor, tiene sus olvidos y sus manías, pero
igual te va a ayudar en todo. Y más allá de que a Rodrigo le guste o no el
locro con espinaca o acelga o de que los puños de las camisas tengan que estar
impecables, lo que te quiero pedir es que no dejes de hablar con él sobre las
cosas que les gustan a ustedes dos: eso que hace que tus ojos se pongan
embelesados y que los suyos brillen de entusiasmo. Vayan a los museos con las
chicas. Sigan reuniéndose con los amigos. Y si algún idiota de esos que nunca
faltan insinúa alguna cosa de mal gusto, cállenle la boca diciendo que yo misma
me encargué de que estuvieran juntos, que no se pongan pesados. Porque tú y yo
sabemos, amiga querida, que es de buen tono entender cuándo nos toca hacer una
retirada honrosa y dejar libre un sitio en el que fuimos infinitamente felices
durante mucho tiempo, pero que tal vez ya nos toca entregar para que alguien a
quien queremos mucho lo pueda ocupar sin sentir que lo usurpa o que lo roba.
Y por favor ya deja de llorar, que se te está
estropeando el maquillaje. ¿Te cuento algo? Una vez, hace años, Rodrigo me
preguntó que por qué no me arreglaba los ojos igual que tú, que te lucía
precioso.
A que veas.
Lucrecia Maldonado
Biografía
Lucrecia Maldonado (Quito, 1962). Profesora de lengua
y literatura, ha trabajado también en Educación Popular y Producción
Radiofónica. Escritora de relatos, ha publicado algunos libros de cuentos. Su
novela Salvo el calvario obtuvo el premio nacional de Literatura
Aurelio Espinosa Pólit en el año 2005. También ha publicado poesía y ha escrito
igualmente ensayo: Érase un niño que un día descubrió el aire de la calle (El
Ángel, 2006), así como la novela corta Pactos Solitarios (Alfaguara, 2007).
En el año 2008 obtuvo el premio Libresa J. C. Coba por su libro de cuentos para
adolescentes Bip-bip. Quedó finalista del concurso internacional Norma de
literatura infantil y juvenil 2011 y premio Darío Guevara Mayorga a la mejor
novela juvenil publicada en Ecuador en el año 2012 por la novela Las
alas de la Soledad. En el año 2015 su relato “El ruido de la lluvia en
la ventana” obtuvo una mención en el concurso de relato “Ana María Matute”
promovido por editorial Torremozas de Madrid, España.
Algunos textos suyos se han publicado tanto en Ecuador
como en otros países.
Como narradora consta en las antologías de Eugenia
Viteri, Antología Básica del cuento ecuatoriano; Miguel Donoso Pareja, Antología
de narradoras ecuatorianas; Cecilia Ansaldo, Cuentan las mujeres; Pequeñas
resistencias 3. Antología del nuevo cuento sudamericano; y en la
antología de poesía erótica femenina La voz de Eros, compilada por Sheila
Bravo, y la selección de cuentos premiados en el concurso “Ana María Matute”, La
última noche, la primera palabra.
Valoración
Literaria
De modo
insinuante la voz que relata despliega un conjunto de indicaciones a quienes
más ama, porque inevitablemente sus días están contados. Con un tono
terapéutico tanatológico, airado y sagaz, la voz de una mujer delata a su amiga
a la par que su marido, pues entre ellos hay un antecedente que funciona como
detonante: el encuentro pérfido. No hay misterio, el disimulo ha sido un
arma letal que queda consignada mediante esta confidencia, que nos desliza
hasta un plano de la morbosidad, por conocer este tipo de traiciones doméstica
que se suceden de manera común.
L'âme bleu
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