Elsy Santillán Flor (Ecuador) - Tres patios para Antonia




TRES PATIOS PARA ANTONIA

 

Antonia era así..., como de hielo, glacial, helada..., o como de piedra, granítica, dura, rugosa.

Elena aseguraba que era buena, dócil, maravillosa... Y este era el mejor punto, el real, el ganador.

Yo le tenía miedo.

Era un miedo oscuro, tenebroso, afilado, que hincaba mis pequeños años tristes. Elena se llamaba mi tía, mi cuida­dora, mi refugio. Yo su sobrina, su prote­gida, su empleada. Mi oficio era barrer los tres grandes patios cuadrados que Elena poseía en su casa antigua y recia, en aquella casa de por lo menos doscientos años, en donde al atardecer las sombras se confundían con los pilares y escuálidas ramas intrusas en los tejados, se bambo­leaban frente al frío aire que recorría el ambiente.

En esa casa crecí, pues desde que empezaron mis recuerdos no aparece en mi memoria alguna otra. Con los años supe que era huérfana, hallé un recorte antiguo oculto en un inmenso libro de escritura griega. Elena me salvó de morir por lo que he colegido; ignoro hasta qué punto era mi tía, hasta qué instante fue cierta la noticia de un asesinato al matrimonio decente que vivía en aquella casa…, casualmente la que ocupaba Elena.

Jamás inquirí, nunca pregunté.

Ha sido mejor así, porque reconozco que el horror que he visto en esta casa, no hubiera sido comparable a ninguna extraviada revelación sobre mi origen.

Antonia fue a vivir en tres habi­taciones enclavadas en el tercer patio. Nunca supe el empeño de Elena en no aceptar a nadie en aquel caserón inmenso y vacío. Jamás entendí su tremenda vacilación cuando acudían vecinos a solicitar un arrendamiento y el contun­dente "no" que sonaba hueco y gutural, cuando alguno de los solicitantes insistía por segunda vez.

Elena era así…, fría y misteriosa.

Conmigo era indiferente.

Jamás obtuve de ella una caricia ni un reproche. Sus oblicuos ojos expresaban su estado anímico hacia mí. En ellos leía los mensajes. Mi oficio era barrer los tres grandes patios. Esos patios cuadrados, construidos por expertas manos que los revistieron con piedras brillantes y lisas, aquellos patios que daban a tres corredores de desconchados pilares y cerradas puertas, herméticas cerraduras de acceso también imposible.

Sorprendí a Elena abriendo una de ellas. No me vio, pero yo si acaparé el momento en que la puerta se desplazaba de sus goznes. Chirrió de una forma demasiado obvia y yo me fijé, en un solo segundo de visión, en muchos muebles apilados unos sobre otros.

Entonces, supuse que todas aquellas habitaciones tenían detrás de sus puertas otros enseres como ésos, pero lo que no comprendía era el porqué Elena se empeñaba en guardarlos de ese modo.

Mientras barría los patios, imaginaba grandes salas, extensos comedores o deslumbrantes dormitorios, inútilmente desperdiciados..., terriblemente muertos.

También escuchaba diálogos.

Sus voces salían hasta los patios y me envolvían en largos cánticos, en interminables letanías o simplemente en un diálogo suave y elocuente. Nunca tuve la más mínima sensación de susto. A fuerza de tanto escucharlos, mi voz se fue sumando a aquellas y esos cantos que yo oía hacían más agradable mi oficio de barrer sobre las piedras.

¡Una mañana la vi por primera vez!

Ignoro cuándo tomó posesión del tercer patio y de sus aposentos. Supongo que sería en la noche, pues yo la encontré una mañana, mientras cumplía mi labor.

Era una mujer madura, carecía de luz en su rostro redondo y blanco.

Los ojos casi no se veían, a la par que sus facciones se hallaban como borrosas en aquella sorprendente cara. De lejos o de cerca, la idea era siempre la misma. Antonia se llamaba y mi tía le profesaba un profundo respeto, que contrastaba grandemente con mi terror.

Lo real era que Antonia había decidido vivir en las habitaciones del patio interior. Elena aceptó su decisión. Esto era lo que yo suponía. Nada pregunté. Me sentía intimidada frente a aquella mujer y sobre todo, un sentimiento de violenta intromisión, se anidó en mi interior y se ahondó más, frente a mi propia impo­tencia.

De cualquier forma, continué barriendo los patios. Las voces que oía ya no volvieron a ser escuchadas y un silencio absoluto ocupaba su lugar.

¡Extrañaba esa conversación!

Eran dos voces de hombre y mujer.

Parecían ser jóvenes y estar uno junto al otro en un minúsculo plano, que tan solo ellos podían verlo, y en ese mundo diminuto repetían incesantemente un diálogo preciso.

—Te amo, decía el hombre.

—Yo también, contestaba la mujer.

—No podrán separarnos nunca, volvía a decir él.

—Y de hacerlo, permaneceremos juntos por todo el resto del tiempo, afirmaba ella.

Era una dulce promesa que se repetía en forma sucesiva mientras laboraba y se esfumaba cuando empezaba a retirarme. Unas veces aquellas voces provenían de una esquina, otras del centro mismo del patio, y la mayoría de veces me parecía que se realizaban en uno de aquellos cuartos cerrados y enigmáticos.

Pero habían desaparecido aquellos ecos amigables con la intrusa presencia de Antonia. Yo también cambié mis formas de trabajo. Empezaba a hacerlo por el patio interior, en cuya superficie daba conscientes y breves escobazos. No sabía la razón, solo que debía huir de allí a cualquier precio. Cuando alcanzaba el segundo patio mi tranquilidad retornaba a su habitual estado, y en el patio principal, una sonrisa de alivio conseguía aflorar a mis resecos labios.

Solo Elena se mantenía en movi­miento.

Durante largas horas de la tarde acudía a las habitaciones del tercer patio, y en ellas se mantenía en sigilosas conversaciones y cuchicheos difusos.

Yo retornaba a mi habitación, un cuarto esquinero enclavado entre dos corredores de la segunda planta, y me entretenía el resto del día en hojear ciertos libros de narraciones fantásticas. Por la noche el sueño me vencía y soñaba en oscuros instantes plasmados en agua­fuertes donde yo siempre era la protagonista. Por ello, cada mañana me embargaba un malestar difuso, que denso desaparecía con el transcurso de las horas.

Recuerdo que fue una noche, una noche de aquellas que carecen de estrellas y solo la luna clareaba con su ojo amarillo.

Por aquel entonces no me había sentido bien.

Era fiebre, una fiebre que se agudizaba al final de las tardes y desa­parecía en las mañanas, dejando en mis sentidos un embotamiento y en mi cerebro la sola idea de dormir.

Durante años creí que todo había sido cuestión de la fiebre, de esa fiebre que calentaba demasiado los huesos y nublaba la vista. Pero lentamente, la casa me ha ido demostrando lo contrario.

Escuchaba a los tres patios llamarme con sus ecos brillosos y lisos. Hasta me parecía que la escoba danzaba desde su rincón un baile de ansiedad sombría.

En los patios la cosa estaba peor. Un enorme sol alumbraba rabioso. Bajo su ojo empecé a sentirme morir. Mis manos ya no podían siquiera sostener a la escoba y la fragilidad de mis piernas, era cada vez mayor.

Esa tarde permanecí dormitando y solo fui consciente de que la noche había llegado cuando desperté ya sin fiebre, pero con una languidez algodonosa recorriendo mi cuerpo.

Así estuve un tiempo, no debió haber sido mucho. Lo verdadero fue que me levanté bastante abrigada y encaminé mis pasos temblorosos hasta la cocina, pues sentía la necesidad apremiante de hallar algo para beber.

La casa estaba increíblemente silen­ciosa.

Los corredores que bordeaban el primer patio se mantenían en actitud de ocultar algún secreto tenebroso.

Arriba, la inmensa luna amarilla alumbraba la escena con fulgores mortuorios.

Recuerdo que bebí por lo menos cinco vasos de agua, mientras sentía que la sensación de sed se iba calmando. Entonces, decidí buscar a Elena.

Fui a su habitación, una espaciosa pieza que casi siempre se mantenía oculta. La cama estaba intacta y un ligero olor a perfume flotaba en el aire. Nuevamente en el corredor, la sensación de silencio apareció sorpresiva.

Temí que Elena me hubiera abandonado, sentí que debía buscarla, pues la soledad en aquel instante me parecía demasiado oscura.

Encaminé mis pasos hasta el segundo patio. En él vacilé, pues era la primera vez que yo caminaba por aquellos sitios, alumbrada apenas por la inmensa luna. Los pilares se mantenían blan­queados y eran tan distintos a como yo los conocía por el día. Todo era diferente, pesado, fantasmagórico. Las habitaciones cerradas, suavemente me invitaban a abrir sus puertas y a adentrarme en sus fauces de tiempo y de sonidos. El miedo me rodeaba con sus peludos brazos, pero yo solo buscaba a Elena.

Avancé a través del miedo.

Llegué al tercer patio y descubrí un fulgor de luz detrás de una de las puertas que ahora pertenecían a Antonia. Un leve rumor a cántico se instaló en mis oídos.

Mis vacilantes pasos se detuvieron al escucharlo y segura estaba que esa salmodia no se asemejaba a los ecos que había oído en la tarde.

Aferrándome a la última compañía fijé mis ojos en aquella luna –cómplice de mortuorios secretos— y decidí escuchar lo que ocurría en aquella habitación tenuemente iluminada.

Conforme me acercaba a ella, descubrí algo que jamás antes había notado: un intersticio en la madera que dejaba ver gran parte de esa habitación. Acerqué mis ojos a esa rendija y distinguí lo que mejor hubiera sido no saberlo.

La habitación estaba vacía y las paredes exhibían ruinosos fragmentos de lo que alguna vez debió ser un papel tapiz. Cirios alumbraban desde un rincón. El suelo tenía una gran estera y sobre ella, el cuerpo dormido de Elena descansaba ajeno a todo lo que ocurría en su derredor –o mejor expresado, sobre él— pues a escasos cincuenta centímetros de su cabeza, los pies de Antonia caminaban tranquilos y acompasados en el aire y lo hacían tan bien que parecía que pisaban el mejor y más firme suelo.

El cabello alborotado de Antonia, la expresión de sus manos y el rarísimo monólogo que brotaba de sus labios la hacían espantosamente real, monstruosamente verdadera.

Permanecí pegada a aquella delatadora grieta.

El tiempo se detuvo en aquella inconmensurable locura. Mi corazón brincaba desbocado y gruesas gotas chorreaban por mi cuerpo. Sentí que la fiebre retornaba pero mi incapacidad para moverme era superior a todo. Estaba clavada en el suelo y mis ojos abiertos debían contemplarlo todo hasta el final.

Fue así como vi a Antonia descender lentamente hacia la estera; la vi inclinarse sobre el sueño de Elena, contemplé cómo las manos hurgaban en las partes más íntimas de la mujer dormida. La vi desnudarse y hacer otro tanto con su víctima. Fue la contemplación más extraña del amor y también fue la primera vez que lo veía. Antonia sobre Elena dormida; Elena dormida sin sentir lo que ocurría con Antonia.

La vi danzar raros bailes, la oí balbucear frases y finalmente la sentí verme a través de la puerta con una mirada de extrañas sensaciones. Eso fue todo lo que recuerdo…, después solo neblinas que caían lentas…, glaciales.

Al despertar Elena aplicaba paños fríos sobre mi frente. Se limitó a decirme que el descanso era lo mejor en aquellos instantes.

Por instinto supe que debía atrincherarme con mi propia visión en una esquina de la cama y no pretender averiguar nada, ni preguntar nunca.

Días después, cuando retorné a mi labor acostumbrada, no sentí miedo alguno en el tercer patio de la casa. Quizá maduré a prisa, tal vez me estanqué en el asombro.

Y ahora, largos años después, cuando yo soy la que hace y deshace a su manera, cuando he arreglado las habitaciones a mi gusto y me solazo con su respetuosa contemplación, no permito que la niña que barre las piedras se asome a través de la ranura, en ese cuarto prohibido.

Sobre todo en días como hoy... cuando Elena y Antonia se han instalado en esos aposentos interiores y cuchichean que muy pronto conoceré en su totalidad los oscuros secretos, que desde siempre han permanecido ocultos en el tercer patio.




Sobre la autora


Quito, Ecuador, 1957. Doctora en Jurisprudencia y Abogado de los Tribunales del Ecuador.

Hasta la presente fecha ha escrito 25 obras que se reparten en: narrativa, poesía, narrativa infantil, novela juvenil y teatro. Ha obtenido los premios nacionales “Jorge Luis Borges”, Quito, 1996, “Pablo Palacio”, Quito, 1998. Premio en colectivo de La Casa Internacional de Escritores y poetas de Bretaña, París 2013 y Mención de Honor del Premio “Joaquín Gallegos Lara” a la mejor obra publicada en Teatro, Quito, 2014. Consta en antologías del país y extranjeras de cuento y poesía. Traducida parcialmente al Húngaro, Francés y Búlgaro.


Muy agradecida y honrada con Editorial PlumAndina, por la publicación de cinco libros míos, correspondientes a literatura infantil y juvenil.

Mis mejores deseos a PlumAndina, que siga adelante siempre. Que siga con más publicaciones nacionales e internacionales para gusto de autores y lectores.

Abrazos y felicitaciones.

Dra. Elsy Santillán Flor


Reseña  


Capas que develan


Por. Yanier H. Palao

Tres mujeres. Tres patios que barre una niña huérfana; barrer, limpiar, es su objetivo todos los días.  En un antiguo caserío de por lo menos doscientos años. Sus habitantes no reciben visitas. No se sabe hasta el final, qué relación tienen las dos mujeres adultas. Como el antiguo juego de las cajas chinas o las matrioskas rusas o cuando se le hace un corte a una cebolla y ves las capas que las conforman; una dentro de otra. Este texto desde su título tiene esa contigüidad progresiva. La niña huérfana no menos misteriosa describe el miedo como un brazo peludo (único elemento masculino que aparece).  Es sombrío el ambiente, sin embargo, de trasfondo de nuevo amor.


Valoración literaria

Los muros dejan de tener sentido cuando se puede volar. La oscuridad del misterio frente a los candados cerrados no es más que la declaración absoluta del genio de Santillán Flor. Fue un domingo, donde por lo general me dedico a escuchar a Bob Dylan, que abrí mi baúl de madera ocre y encontré, al fin, un cuento espectacular. Los prejuiciosos se quedaron bloqueados entre las piedras, las memorias que nunca tuve me llevaron sobre las nubes y desde lo alto divisé los recónditos patios internos de Quito. Antonia no es cualquiera, y sin embargo la tuve entre mis pupilas. Antonia es el ariete, o en todo caso, las alas. Antonia es la mujer a la que debemos conocer en estos tiempos, principalmente. Nada es nuevo, mas vivir lo que nunca será es un lujo pocos.

 

El Carnero. 

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