Rigael Toro (Ecuador) - Del néctar en las flores
Mi pequeña, bien
sé que tienes el anhelo de oír una historia de tamaño colosal como lo es tu
corazón, pero, para lograrlo, te hablaré de unas pequeñas aves. He notado que en
tu rostro solo existe perplejidad; una tierra sin sueño. Recuéstate en mi pecho.
Adelante, ten confianza. Aquí es el sitio donde nacieron las primeras luces y
los vientos y los primeros rayos del alba y, por supuesto, la primera gota de
lluvia que nos miente y oculta el cielo al mismo tiempo que nos refresca en su
verdad. Un cielo que hoy por hoy ya no nos contempla juntos otra vez.
Recuéstate y atiende, porque el corazón sabe de aquello que aconteció alguna
vez. Hay bellezas que nacen sin que hayan sido observadas por el ojo humano.
Escucha y duerme.
Ya mucho tienes con los afanes de la vida.
Vamos.
Mucho tiempo
atrás, antes de que nuestras mañanas se revistan de latón y caminemos en las
plazas de hierro, sí, ¡no me lo vas a creer!, aquellas mañanas se cubrían de
oro. Ese granito de choclo que ves arriba, desde la madrugada, se exprime y
libera hilos dulces y brillantes, que dan verdor a la hierba del mundo. Y por
las noches, ¿podrás creer, pequeña mía?, un granito de maíz negro –el germen del
día y de la noche brincan y se dispersan de un maizal al otro- se coloca en lo
alto del cielo y una vez que este se exprime durante la noche, se riega al
vuelo de los caminos, o en la espesura de los bosques y en lo extenso y ancho
del mar, e invita a árboles y hierbas y a crías de jaguar a robustecer su
instinto. No existe jaguar sino aquel que, manchado de lunares, ronronea en su
pelaje. Todos viven a la espera de la vida que otorgan el maíz blanco y el maíz
negro. Y el tiempo brilla más que el oro. El único que no crece es el mar, vive
solamente agitado, pues nadie le ha dotado del privilegio de crecer, no cesan
sus lamentos. Por esto permanece oscuro e insondable, a veces oculto en el
hielo de tierras inhóspitas e incógnitas, tramando no se sabe qué. Es casi
imposible que crezca, se basta con ser profundo.
Ahora debes saber
que antes de ser contados los días del año por números, todos se decían entre
sí: mañana pueda que haga frío o calor, duerman. Esto era el todo de la vida.
Y ahora que
puedes tener una idea de este pequeño mundo, veamos qué es lo que se oculta en
medio.
Antes que
nosotros aprendiéramos a conciliarnos con el sueño, todos los animales y flores
estaban íntimamente unidos al bosque de tal manera que regulaban sus tiempos.
Una amistad que brinda la espesura del bosque y se entrega al que acude sin
afán de destruir. Sin embargo, las aves comprendían mejor que nadie esta
amistad. Seguían el ritmo mismo del bosque. Dormían en su interior, reposando
sobre las ramas de un árbol, mientras que otros animales se dispersaban en el
suelo, o al interior de una cueva para refugiarse. Algunos como los murciélagos
-merodeadores nocturnos- y un sinfín de plantas parecían desperezarse al rugido
de la noche. Una de ellas era la flor del galán de la noche que se levanta como
de un profundo sueño. A la hora que solamente él conoce, estira sus rosados
hilos para mirar desde lejos a la flor del guanto. Flor con flor se placen, sin
importar el vacío de la distancia, pues de repente, el aroma de ambos se
confunde en el aire. Y las arenillas corren a danzar frente a estos enamorados
nocturnos. La flor del galán de la noche sonríe y la flor del guanto, hinchando
su vestido rosado pulcro, perfuma y asiente al cortejo de su amigo. No se necesita
de las brasas para arder de pasión cuando las fragancias representan los más
tiernos halagos.
Todo es conmoción
viva. Todavía en aquel tiempo, podía verse a un duende subir al árbol del mango
ataulfo. Trepaba como si hallara una frontera pacífica que abre se una sola
vez al año. Y el fruto dulcísimo de aquel árbol se entregaba a aquel duende,
brindándole prosperidad en todo juego que incurra el travieso Silvano, mágico
ser que forja la bienaventuranza de los poetas. ¿Adónde lleva el mango con sumo
cuidado? Sí, adelante, debajo de un claro de luna, paciente e inmóvil, una
criatura aguardaba al pie de un árbol de Pambil. Y llegaba como alma que lleva
el viento, el duende que portaba un mango como muestra de un afecto sincero. Y
se lo entregaba a este otro dulcísimo ser en sus manos. Y una vez que acabara
de comer el fruto, ella retornaba al interior del árbol. Y el duende… bueno, él
vagaba en la oscuridad hasta que el día lo desvanezca, rememorando a la ninfa
que ha perdido de vista. Ah, suspira. Ah, la extraña como a ninguna.
Es el tiempo en
que el agua cae y no se vuelve un desperdicio, es solamente la ducha que riega
y refresca y restaura todo cuerpo y lo conforta.
Ahora miremos a
otro lado. Más adelante, al vuelo del camino, el árbol del Calilán se
levanta cual colono y conquistador de un poblado inmenso. Y sobre estos árboles,
cientos de pájaros, que parecen holgazanes de rama y media, cuyo plumaje es de
un gris apizarrado, saltan en medio de la fronda, pero jamás vuelan. Así, da la
impresión de que sus ramas se mueven por voluntad propia. Y debido esta curiosa
amistad, a sus huéspedes se les conoce por el nombre de calilanes. Ya no eran
visitas, mucho menos emigrantes, pues daban la impresión de vivir ahí desde el
principio de los tiempos, como por ley del cielo. El Calilán es un árbol que
mide alrededor de veinte aleteos en vertical y un abrazo de gorila a lo ancho.
Casi, a muy poca altura, al ras de suelo, empiezan a contarse sus ramas que
pesan al árbol que nació con el complejo de arbusto. Su duramen, escudo divino
empapado de hojas secas, cobrizas, quebradizas al tacto, pero resistentes en su
interior. Sus flores, blancas del licor que produce el estío, como sucede con
la flor de azahar. Y su fruto, endulzado a la medida de los pequeños calilanes,
huéspedes infalibles, es una baya anaranjada. Nadie más que ellas conocían de
su sabor. Ninguna otra especie de ave se atrevía a cruzar o volar por encima,
si de tomar su fruto se trataba. ¡Terminantemente prohibido! Por algo, vivían
arraigados al Calilán. Y en las noches, encaramadas a la copa del árbol, se gozaban
del espectáculo de las siete cabrillas en la bóveda celeste. Cuerpecillos
brillantes, vigías de lo alto, rutilantes y hermanadas, las siete cabrillas
emitían juicio a las estrellas fugaces que avanzaban con paso impaciente,
estorbando la vista de su fulgor.
Curiosamente, el
hecho de que estas aves se apoderaran del noble árbol, las convirtió de a poco
en holgazanes muy bien provistas en toda época del año. Jamás abandonaban sus
nidos, pues siempre tenían alimento. Su plumaje cenizo de cuerpo entero, su
mejor camuflaje. Adoptaban fácilmente el tono de una rama húmeda, plomiza. Y su
pico amarillo como las bayas del árbol. Los árboles crecían a lo alto y los
pájaros se multiplicaban. Por más que viajaran aves de toda índole, ya sea
emigrantes del sur a norte o al revés, nunca cambiaron de opinión. Inamovibles.
Ni el vuelo parsimonioso o la aventura de conocer un nuevo extremo de la tierra
podían conmoverlos. Engordaron y engordaron tanto que su peso ya no les
permitía volar. Ni el dormilón podía ser tan despreocupado como lo era el
calilán. Nunca cantaban alabanzas en horas de la mañana, la tarde o la noche.
Pero pronto llegó el día que menos esperaban. El fin de la bonanza que solo
servía para el egoísmo de estas aves.
Aquí, en la
Tierra de las Eternas Prímulas, donde se estaba gestando la verdadera lengua, se
iniciaron una serie de acontecimientos. Y solo uno acabaría con todo.
Nadie sospechaba
de los embates del tiempo, fuertes vientos amenazaban hace mucho ya. Y desde el
norte, un enemigo hizo su aparición por la noche. Aquellos que no volaban
siquiera, por primera vez se lanzaron de las ramas del majestuoso Calilán.
Pues, detrás de ellos, venía algo como una mancha de huito, oculto en la sombra
del arrebol más encendido que jamás hayan visto, y con esto, la muerte se
sucedía de manera inminente. En el bosque, devoraba a grandes y pequeños,
raíces y árbol, plumas y ramas. ¿Qué tenía en contra de estos pequeños
habitantes de la Tierra de las Eternas Prímulas? Débiles antes el esfuerzo de
sobrevivir, el peso de los calilanes no apoyaba a la agitación de sus alas. Un
aleteo estrepitoso por doquier, como una astilla de madera chapoteándose en la
superficie del río. Hubo calilanes que perdieron la vida al arrojarse de sus
ramas, peligrando desvanecerse por el Invasor Ceniciento. Plumas y madera
consumidos bajo la lengua de un dragón.
Unos caían
vertiginosamente. No conocían el arte del vuelo. Tan rígidos eran sus cuerpos
que saltaban sin contar dos o tres pasos, y permanecían en su mismo sitio. Sus
cuerpos impermeables chocando con el suelo. Otros, desesperados por la falta de
esas bayas anaranjadas en su árbol, su dulzor, hangurrientos, perdían tiempo, y
demoraban su escape desde los nidos o ramas.
Los que pisaron el suelo –amarillo térreo de la vida- por primera vez,
se sorprendían que demoraron en asimilar lo que representaba estar en aquella
nueva situación: pisando suelo firme. Sin embargo, la cobija de huito,
inmisericorde y feroz, se posaba sobre ellos. Calilanes, ennegrecidos e
incinerados, era lo que quedaba en el suelo. Por inexperiencia en el arte del
vuelo, murieron.
Era tiempo en que
las primaveras se silenciaban de a poco, las plagas nacían, o el murmullo de la
cigarra aumentaba como gemido eléctrico, oculto y exiliado al ojo del invierno.
Pero no todo era triste. La Tierra de las Eternas Prímulas seguía brotando,
reptando y volando de arriba abajo.
Desprevenidos
ante el Invasor Ceniciento, nadie sobrevivió de los calilanes, a excepción de
dos de estos pajaritos. Su existencia duró lo mismo que los árboles que fueron
su morada: el árbol del calilán. Ambos sobrevivientes cayeron en algo semejante
a tierra firme, pero seguros. Poco antes de ser devorados por el inflamable
enemigo, agitaron sus alas para vivir. Es curioso, y verdadero a la vez, pero
pocos sobreviven en medio de grandes tragedias. Solo hay tragedias cuando dos
pájaros sobreviven, hasta que descubren el por qué. Sus nombres eran Esseni y
Eufántama.
Los pequeños
calilanes, asustadizos y desconsolados, fueron a dar sobre las Rocas de Ruidos.
Ya no les alcanzaba el poder del Invasor Ceniciento, en los dominios de estos
gigantes e irregulares contendientes de piedra. ¡Rodeaba el enemigo a estas
rocas, como si supiese de la huida de sus presas, que sobrevivieron a su
temible poder de cubrirlo todo del negro huito!
Como resultado de
caer sobre las rocas, el agrisado pajarito llamado Esseni, vio alrededor cuán
devastador era el Invasor Ceniciento. Amigos y familias quedaban expuestos a su
mirada. Esseni se sentía a buen seguro sobre las rocas, pero dos aspectos de
aquel momento le infundían terror: si miraba al frente, su suerte parecía
egoísta, o, luego de aterrorizarse, si se metía entre las rocas, buscando un
espacio más seguro, este percibía el reflejo del sonido crepitante del enemigo.
Como hojas secas que reventaban en la mandíbula de un depredador, así el sonido
afuera le acosaba para tentarlo a salir una vez más. Desgraciadamente, este eco
que causaba el fragor de las llamas lo perseguía al interior de la masa pétrea.
Eco de fuego que intimida. Sin contar que el humo también le perseguía poco a
poco. En cambio, Eufántama perdió la conciencia. En la intemperie, yacía sobre
una de las enormes piedras, mismas que le ofrecían un refugio engañoso a
Esseni. No hubo pasado mucho tiempo, y Esseni asomó su cabeza para ver a
Eufántama. Y notó que movía sus pequeñas patas y alas.
Abandonando las
Rocas de Ruidos, preparó sus pesadas alas para elevarse en el aire. Con algo de
dificultad, pero aun así lo logró. Solo que esta vez llevaba consigo a Eufántama,
con la poca destreza de sus patas, sujetando las de ella. Aferrado a Eufántama,
voló por primera vez.
Infortunadamente,
el humo se hizo eco en el cuerpo de Eufántama. ¿Despertaría más tarde? Ni el
propio Esseni lo sabía. Desinteresadamente, se hizo la promesa a sí mismo de
proteger y salvarla, lejos de la hilera de piedras y adonde sea que fueran,
hasta verla despierta.
Fue así que voló
hasta la orilla del río Meme Grande, y reposó su cuerpo en un lugar
reconocible, muy cerca de una flor de taxo. Inmediatamente, Esseni la dejó para
ir en busca de comida. Y Eufántama despertó un momento, el rumor de la lluvia
parecía caminar sosegadamente, como un pasajero más de aquel lugar. Recordó
inquietamente a su salvador, que no necesitó de su pedido de auxilio para
librarla de la muerte en la Roca de Ruidos, porque había sufrido un fuerte
golpe al caer sobre ella.
Andando a
intervalos, un poco de vuelo y un poco caminando, Esseni buscaba un árbol con
bayas anaranjadas semejantes al del árbol calilán. Su baja estatura no le
permitía apreciar los frutos más allá de lo que veía. En aquel sitio crecían
los árboles de pambil, el nogal, el caucho, el álamo temblón, sangre de toro,
teca y una infinidad de muchos ejemplares bellos. Y por lo bajo unas
siemprevivas y hojas de camacho, que pensó en llevar para protegerse en caso de
lluvia. Todos se levantaban casi disciplinadamente, dispuestos en círculo,
porque a la mitad y la periferia dominaba una mancha de palmas. Eran quienes
parecían regir la espesura del bosque de la Tierra Verdadera, o mejor llamada
la Tierra de las Eternas Prímulas. Y una de esas palmas, la Madre Palma
adoptaba la forma de enseñorearse entre las demás especies de plantas. Parecía
regular el crecimiento de todos los demás árboles, vigilante tenebrosa. Eran
sus hojas dedos tiranos que apuntaban aquí y allá. Aunque no le daba nombre a
cada árbol, sojuzgaba como si tuviese derecho legítimo. Todos mostraban temor y
sumisión, pues nadie la confrontaba, y en esto sabían que era malvada en
extremo: quien confunde y hace olvidar el propio nombre, es capaz de volver a
todos en leños erectos de la montaña que desconozcan su raíz. No obstante,
algunos eran capaces de pasar desapercibidos y, a escondidas, crecían, quizá en
otra montaña. O tan solo le decían, Palma Madre eres mayor que mí, pero hace
mucho tiempo que se estiraban casi tan alto como la milenaria secuoya. De esta
manera es que tenemos memoria de los árboles altos y los medianos y los
arbustos, o las humildes alfombras herbáceas.
Con tristeza,
Esseni no halló un fruto semejante al de su apreciado calilán. Regresó en busca
de Eufántama. Había pasado mucho tiempo lejos de ella. En el camino, alternando
un poco de vuelo y un poco caminando, casi al ras del suelo como los faisanes,
daba largos saltos a lo largo de la orilla del Meme Grande. Y aunque no supiera
reconocerlo, una Valdivia cantó su fúnebre resuello, vibración lóbrega,
mientras el pequeño calilán buscaba la flor de taxo y a su amiga.
Luego de un largo
camino, sin obtener un fruto dulce para compartirlo a Eufántama, llegó adonde
se encontraba la flor de taxo. Ella había dormido otra vez, por falta de
fuerzas. Y de repente, un chillido agudo surcaba los vientos en camino de la
dormilona, por lo que Esseni temió inmediatamente por su amiga. Y, en efecto,
un Halcón Peregrino volaba en picada hacia la indefensa Eufántama. Aun
desmayada, estaba a merced de este rapaz silencioso.
En su aterrizaje
magnífico, plumas de barro y garras de basalto, reclamaba su presa, que se
hallaba sin resguardo alguno. Y antes que su chillido golpeara el suelo, el
rápido vuelo del halcón, hizo que capture a la pequeña Eufántama.
Cuando estaba
cerca, Esseni observó lo que ocurría. Así se dio inicio a una carrera que,
entre aleteos y zancadas, pretendía dar alcance al halcón. No era difícil
seguir la dirección que tomó el halcón, siempre que volase en dirección de río
abajo.
Aquel forastero
del cielo huía veloz pero no desesperado, puesto nadie entendía lo que era
crimen o misericordia. Todo era parte de un equilibrio. Sin embargo, a este
equilibrio también le comenzaron los defectos. Poco a poco pulularon los
insectos. La carcoma, síntoma del primer paso de la historia, aparecía, de aquí
por acullá, semejante al Invasor Ceniciento. Y un insecto muy inusual,
condenado por su naturaleza egoísta, llevaba sobre sí el fin de su propia vida,
así como el desarrollo de la vida en todo lugar. Abejas, torpes pero vitales,
volaban en el aire. Precisamente, cuando el carroñero Halcón Peregrino volaba a
poca altura, una de estas vagaba sobre la Tierra de las Eternas Prímulas, en la
Tierra Verdadera.
¡Otro chillido
rompía el viento a poca distancia, Esseni corría esperanzado! Nunca antes le
preocupaba su agilidad, obviamente, halcón de los halcones, pero no se anticipó
a que uno de estos insectos se halle adelante suyo o que la virtud agudísima de
su visión resultara inútil. Ahí, al momento en que sintió el aguijón de la
abeja, sus garras se abrieron por el susto acometido. Y Eufántama, en medio de
la inevitable muerte, en caída libre. Un solo golpe bastaría, más la velocidad
que la impulsaba a tierra. ¡Oh, fue salva de las garras enemigas, ahora, una
presa desplomada sin conciencia de la ley que nos atrae al centro de todas las
cosas!
El pequeño Esseni
sintió alivio y angustia a la vez, con oír el chillido del halcón. Algo ocurría
con la rapaz, pero aun no daba con la distancia adecuada para ver a Eufántama.
Y corría y volaba y soñaba con hallarla. La herida en el viento se desvanecía.
De nada servía su intento de ecolocalizarla. ¿Adónde habría ido a parar la
pequeña calilán?
Medía las
distancias en su mente, ansioso. Pero una vez que se acercó a un árbol de
Pambil, un zumbido estruendoso aumentaba, a medida que este avanzaba. Uns
abejas que zumbaban parecían preocupadas y asaltadas por una fuerte impresión.
Daban vueltas sin control, salían de su colmena encolerizadas. Según vieron,
una pared de su colmena se abrió por causa de un impacto, y, para desgracia del
calilán, adentro se observaba el cuerpo gris apizarrado de su amiga Eufántama.
Ya era tarde. Su cuerpo irrumpió en la colmena, sumergiéndola al interior de
una viscosa materia ambarada y dulce, mientras la ahogaba sin dar opción a
libertad. Ahora quedaba en la mente de Esseni, la valiente idea de rescatarla
nuevamente, lo mismo que un sentimiento de honor sin tregua. Esseni confiaba en
este valor, puesto que nadie más sobrevivió con él sino ella. A cambio de toda
la soledad que le esperaba, solo quedaba el valor de ir por ella. Pese a esto,
era impotente frente al número de los insectos, que zumbaban irritados.
Oculto detrás del
árbol de Pambil, puso un rostro triste, que no fue en vano, alguien le observó.
Y al ver que su ánimo estaba resuelto a salvar a su amiga Eufántama, un insecto
se apiadó de Esseni. Esta vez, tenía con quien contar a su lado.
Era una chinche
críptica que entendía la relación entre ambos pájaros, el penitente Esseni y la
cautiva Eufántama, pues eran de la misma especia. Entendida en el arte de las
apariencias, vio un sincero halo de valentía, a través de su gris plumaje, en
el pequeño calilán. Y todo era por rescatar a Eufántama.
“Para llegar
hasta la colmena debes abandonar el barro con que fuiste formado. Plumaje y
pico, vaciarlo por completo. Si nadie ha de verte, mi crujiente e invisible
cuerpo debes comer. Púrpura o negro, amarillo o blanco, ¡qué importa!. Incluso
el verde de las mañanas y el rojo del atardecer. Serás tan libre que te
confundirás y no te reconocerás al mismo tiempo con la naturaleza”, esto fue lo
que dijo la chinche críptica, que desprendía sus patas del árbol de Pambil,
apareciendo su fina silueta. Y una vez más le retaba al calilán con su
propuesta, apremiado por su amiga, que no menospreció su ayuda: “cómeme y
ocúltate de las abejas hasta llegar a la colmena”. E hizo así, Esseni comió la
chinche. Y al mismo tiempo que la comió, cualquiera que estuviese cerca diría
que desapareció. Su plumaje adoptaba todos los colores de su entorno, colores
metálicos u opacos.
Enseguida notó su
cambio, percibió también que su peso se hacía más ligero. Y emprendió el vuelo
hacia el árbol de Pambil en que se hallaba la colmena.
Primero, se
deslizó por la hierba, sus alas que disminuyeron de tamaño, frágiles, lo
levantaban del suelo hacia la copa, más frágiles que de costumbre. Rodeaba
dando círculos en derredor, sin que nadie advirtiera lo invisible que podía
ser. Mientras tanto, las abejas parecían entretenidas, un conciliábulo las
detenía por entender una cosa: ¿qué falta era tan grande como para recibir esta
calamidad? Aparte, era un ave tan extraña que no habían conocido antes,
refiriéndose a Eufántama. Unas movían sus abultados vientres, explicaban la
posible dirección y altura de la que cayó. Sin prestar atención al modo de
sacar al ser alado que tenían en su colmena, que poco a poco se embarraba por
entero de su miel, se retrataban unas a otras el descenso sutil como una señal
milagrosa.
Por otro lado, el
plan parecía salir a la perfección. Esseni volaba con mayor velocidad. Pero
algo le ocurría con sus fuerzas. No lograba mantener un ritmo, se elevaba y
descendía un poco. Así, sus aleteos se batían con fuerza, pero nadie lo
detectaba, todavía.
Al ascender por
la otra cara del árbol, descansó sobre una rama. Ya se encontraba a la misma
altura de la colmena. Su deseo estaba cerca de cumplirse, rescatar a Eufántama
de aquellos insectos zumbadores. Descansó. Y en su mente planeaba el modo de
lograrlo. Pero su impaciencia fue mayor, por lo que, rodeando con premura el
ancho tronco, se colocó en frente de la colmena. ¡Ay, pobre Esseni! Hasta aquel
momento creyó que bastaría con sujetar a Eufántama de sus patas y volar lo más lejos
de ese lugar. Aun si pudiera prensarla con sus patas, ahora más pequeñas, notó
que la velocidad de sus adversarios sería un inconveniente. Recién adquirida su
ligereza en el arte de volar, representaba poco tiempo para un vuelo
continuado………….
En medio de la
encrucijada, no pensó dos veces y actuó. Impulsándose hacia su amiga Eufántama,
sus finísimos dedos buscaron los de la cautiva. Y no fue sino por la acción
desesperada de Esseni que las despistadas abejas se percataron de su presencia.
Su delator, aquel brillante plumaje, reunión de todos los recuerdos de la
naturaleza, calor y frío, primavera y otoño, arbusto y cielo.
¿Por qué no
volaba de inmediato? ¿Las abejas acabarían con la vida del arriesgado y amante
Esseni? ¿Era tanto su afán de evitar la soledad cpmp para arriesgarse a
liberarla? La sombra de la colonia, amarilla y negra, ¡reverente a todo orden,
se iba a librar de ese huésped no anticipado! El problema de Esseni parecía
conducirlo a la muerte: sus pies se quedaron atrapados e inmovilizados en la
viscosa miel, que cubría toda a Eufántama.
Parecía el fin de
todo. Aguijones y zumbidos por doquier, la cólera se inclinaba ante el
indefenso. Anticipados de alguna manera por el canto de la Valdivia. Y cuando
las punzadas se veían inevitables, algo insospechado pasó con Esseni. Sus
fuerzas se quintuplicaban. Sí, en un abrir y cerrar de ojos, las abejas
retrocedían. Ya no se oía el zumbido, algo las retenía, algo más fuerte que su
infinito aleteo se contraponía, en fuerza y ánimo. ¡Eran repelidas por un
fuerte viento, inexplicable al principio! Pues nada más ni nada menos, ¡el
vigor de las alas de Esseni era tan intenso que ni las abejas vieron sus alas!
Poco antes de ser sometido al horno de su hacinamiento, el pequeño Esseni se
salvó por batir sus alas como su corazón se aceleraba por el temor de no
rescatar a Eufántama. Esa manera de agitar sus alas produjo el mismo zumbido
que las abejas.
Y Esseni continuó
de tal modo que una ventisca salía de su aleteo, por lo cual, todas las abejas
se alejaron, que nunca más se acercaron a ese árbol de Pambil.
Liberado de la
muerte, al fin, bajó la intensidad de sus alas. Se calmó, pero aun no pudo
desprenderse de aquella sustancia pegajosa. Y entonces, cuando vio que era
imposible extraer a Eufántama de la colmena, pensó en librar únicamente sus
pies. E hizo esto de un modo: aleteó como zumbido una vez más. Probaba y se
esforzaba hasta que pudo escaparse. Pero ella continuaba dormida, embarrada por
completo de la miel que salía de todas las celdillas en la colmena.
Esseni se había
librado de todas las abejas, a excepción de una. Esta era la abeja que,
accidentalmente, aguijoneó al Errante Halcón. Cayó muy cerca de donde había
ocurrido todo. Y al notar la tristeza del bello Esseni, pensó en mostrarle un
secreto. Era sencillo ver el carácter valiente y amoroso del ave. Lo creyó
merecedor de una segunda oportunidad.
Pocas fuerzas le
quedaban, así que tenía el tiempo contado. El riesgo era agotar toda su fuerza
antes de morir, porque una vez que su aguijón se desprendía, la muerte era algo
más que seguro. Y como en la muerte solo nos resta decir la verdad… Movió sus
diminutas y frágiles alas, zumbando lo necesario para llamar la atención de
Esseni. “Yo sé cómo puedes volver a recuperarla, aunque sea por un breve espacio
de tiempo”, la abejita dirigió estas palabras al joven Esseni, apremiando cada
una de las ideas. La fortuna estaba en cada detalle que diga en adelante. Y
Esseni se acercó volando hasta la abejita agonizante, escuchando lo que tenía
que decirle: “porque he visto tu corazón y la nobleza de tus plumas nacaradas,
como el brillo de una hoja del retoño, plenas de bosque, te diré un secreto de
nosotras las abejas. De aquí a poco tu amiga se convertirá en una Piedra de
Miel. Pero si intentas recobrarla, para así sanar tu soledad, deber ir
diligente, día y noche, sin considerar la existencia misma del tiempo, por
todos los jardínes de la Tierra de las Eternas Prímulas. Beberás y protegerás
las flores que halles en tu camino. Desde ahora beberás por siempre el néctar
de las flores. Y después de beber tanto néctar como te sea posible, al cabo de
un año –recuerda, una sola vez al año- volverás a este mismo sitio para cantar.
Y no podrás hacerlo si no has bebido el agua y néctar que te proveerá una flor
muy especial: la flor de la heliconia. Únicamente al beber de esta flor, de ti
provendrá un canto que jamás ave alguna cantó. Por esa noche tú cantarás un
himno, el canto secreto al que pocas aves han aspirado. Y si lo haces todo como
te digo, la Piedra de Miel se desvanecerá por una noche. ¡Bailarás, cantarás o
reirás con tu amiga! No lo sé. Pero, si en verdad piensas en ella, solo así la
rescatarás del olvido que sufre cada año. ¡Entiéndelo, una sola noche! Porque a
la mañana volverá a su estado de Piedra de Miel”. La pequeña abeja concluyó así
su secreto y terminó con su vida también. Su aterciopelado cuerpo yacía en la
memoria y… agradecimiento de Esseni. Desde entonces, veía en sus palabras el
mejor presente. Anhelaba volver a encontrarse con quien amaba, aquella que lo
motivaba a olvidarse de sí mismo con el fin de rescatarla. Sentía su ausencia.
Pero él bebería y cantaría. Cantar para salvarla, para que al final su soledad
se desvanezca, aunque sea por una noche.
Nada tiene razón
cuando se está imposibilitado de llorar, algo muy común entre las aves. Y
Esseni no era la excepción, cargaría con la tristeza, sin poder derramar una
lágrima durante el año. Tiempo en que no vería a Eufántama.
Todos los días
del año, a cada hora del día, Esseni iba y venía de los mil y un jardínes en la
espesura del bosque húmedo y al lado del río Meme Grande. Siempre que se fijaba
en los diversos y más exóticos matices de las flores, recordaba en su memoria a
su amiga Eufántama. Como una promesa, la liberaría por una noche. Al fin y al cabo,
ella era la única de su especie, capaz de comprenderlo. Cada una de las flores
era un motivo para devolverle la alegría, ya sea la flor dulce y femenina y
aromática del guanto, o el hibisco, la flor del obelisco, roja encendida, o las
flores de loro, o la flor zapatera, o lirios, y cientos de orquídeas en su
camino. Todas le rendían una fiel cantidad de néctar para que su corazón no se
abata por la empresa que llevaba a cabo.
Jamás se condujo
por el olfato, su prueba consistía en reconocer la virtud de cada una por el
vigor que le aportaba. Y su pico le era de gran utilidad, porque este también
se había transformado, su lengua era corta, y ahora se mostraba más fina y
larga, para alcanzar el néctar entre los capullos cerrados de las flores.
Finalmente llegó
el cumplimiento del tiempo. Esseni buscó todo el año esa flor, que la abeja le
reveló como necesaria para cantar. Preguntaba de arriba abajo a cuantos se le
aproximaban. “¿Dónde han visto la flor de la heliconia?”, se deshacía del
camuflaje por un momento, y los animalitos intentaban recordar aquella flor,
contestando su pregunta. Sea insecto, ave o cuadrúpedo, pocos de ellos le
dieron instrucciones para ir en busca de ella. De esta forma, conocía tan bien
el lugar donde encontrarla, que el último día pasó cerca de allí. Voló tan
rápido en la mañana, su emoción no tenía límites, por acabar, si fuese posible
todos los jardines de heliconias en derredor. Nadie podrá afirmar qué vibraba
con mayor velocidad, si el corazón o las alas de este pequeño.
Al llegar hasta
la flor de la heliconia, un extraño y repentino vigor entró en su cuerpo. Era
tan bella pero semejante al Invasor Ceniciento –fuego-, llevaba mil arreboles
en cada una de sus copas nectíferas. Por un momento, si no fuera por Eufántama,
se alejaría de aquel sitio. Robusta e intimidante, peligrosa en apariencia.
Pero una vez que se decidió, al final del día, bebió todo el néctar de cientos
de flores. El crepúsculo estaba a la puerta. Debía continuar.
Nuevamente, voló
hasta la colmena, que, como había dicho la abeja agonizante, custodiaba a la
Piedra de Miel, es decir, a la pequeña Eufántama. Desde aquel trágico día,
Esseni cambió totalmente su plumaje y sus habilidades, pero ella mantenía las
mismas formas y proporciones, nada cambió en ella. Lo único que parecía
cambiar, era un inquietante deseo de oír cantar a Esseni. Fue entonces que
Esseni, preocupado de no haber bebido suficiente néctar y agua de las
heliconias, vaciló un instante. Perplejo, vació su pensamiento. Agotado por el
trabajo de volar hasta la colmena, cantar resultaría un acto de doble esfuerzo.
¡Cantar un himno! ¿Qué era aquello de lo que habló la abeja que agonizaba?
Entonces, calló una vez más, hasta que su voz adquirió libertad. De repente
evocó cada una de las partículas del mundo en su memoria, sutilezas que
parecían no haberse guardado en su memoria. La voz nacía con su canto. Sin
embargo, tampoco Eufántama eclosionaba de aquella prisión que la tenía cautiva.
Esseni pareció desmayar, sus esfuerzos eran inútiles. Cerró sus ojos, en
actitud de rendirse. Plegaba sus alitas a su pecho, temblaba. De forma tenue,
su voz se apagaba. Y cuando más desfallecía, llegando al extremo de dudar, un
canto en su pecho le infundía el último aliento de valor. Y cantó un himno,
así:
¿Quién sacrificará el sol
O lo acallará, detendrá sus
sacrificios
Y el degollamiento de corderos, toros,
palomas
o de machos cabríos?
Ninguno canta como Valdivia,
¡qué tormento es la espera!
¿Adónde huye el rocío, ¡oh, carta
de innumerables sequías!?
Mis piedras las conozco todas…
Hay mares que saben a corteza
De un árbol en verano,
Hay montes que saben a horizonte
Y a náufrago en ultramar.
Mis hojas las conozco todas…
Sin demora, las trenzas que hilan las
enamoradas,
Son inútiles para el rudo bejuco:
¡Ojalá durmiera sobre una planta,
antes que estorbar su nobleza!
Mis abismos los conozco todos…
No hay tierra sin la paciencia
Y el hombre no es hombre
Sin impaciencia.
Mi mañana conocerá la noche
Como no la conocen las piedras ni las
hojas…
¡Escóndete martillo que forjas la
tierra!
Así diré, porque las flores han
trizado los metales,
Abusivamente salieron de la tierra,
No así las flores. El mundo las llamó
primero.
Mi mañana
conocerá el destino…
Este fue el himno
de Esseni. Y al final de este canto… ¡volaban a su alrededor cientos de aves
con la misma belleza y una variedad infinita de colores, camuflándose con cada
una de las flores y árboles en redor! Por sorprendente que fuera, aun difícil
de reconocerlas, todos los pajaritos eran los amigos y familiares de Esseni.
Habían muerto durante el incendio de los árboles de calilán. ¿Cómo lo supo?
Pues, algunos le llamaron por su nombre. Otros, acercándose muy afectivos, le
sonreían y agradecían. Y aunque no hubo lágrimas de por medio, Esseni sintió
que su corazón se quebraba y refrescaba con el rocío de una nueva mañana. Todos
volvieron a la vida, para ser desde entonces en adelante, conocidos como los
picaflores.
Nada más con
verlos, descuidó a sus espaldas a la pequeña Eufántama. Pero al volver hacia
atrás, un suave aleteo vino a posarse delante suyo. Sí, era Eufántama, que
venía para estar con él. Su corazón se llenó de serenidad, el himno tomó forma
y aliento propio en su interior.
Esseni veía con regocijo
a Eufántama. El tiempo que espero valió la pena.
Con la alegría
que lo inflamaba, voló como una flecha arrojada al cielo, a lo alto. Subía y
bajaba, en vaivén, como si agradeciera la presencia de Eufántama con aquel
noble gesto. Una y otra vez, ascendía con la intención de beber el néctar de
las hortensias de algodón en el cielo, para dárselos a beber a su amada. Y
bajaba para rodearla con su vuelo.
Aquella noche es
recordada por todos los colibríes. Volvían a vivir, era su segunda oportunidad.
Ya nunca más fueron perezosos, sino que todos los días se arrojaban a beber el
néctar de las flores, en todo jardín que vieran. Los picaflores gozan de las
formas más bellas del mundo, desde muy niños aprenden a camuflarse, y adoptan
el color de su flor favorita. Ya no duermen en un solo sitio, sino que viven al
vuelo del camino. Y todos beben el néctar por una razón: siempre cantan al
final del año. Porque esa misma noche, Esseni les enseñó todo sobre cómo es de
vivir en el cuerpo de un picaflor, pero él no regresó de aquella noche. Al
igual que como él hizo, y si alguno lo quería ver junto a Eufántama, tendría
que beber día y noche del néctar de las flores, hasta que llegué el tiempo y se
alimente de las heliconias. Cantará el himno que cantó Esseni, y despertará a
Eufántama.
Con respecto a
Esseni, desde aquella mañana, nunca se separó de Eufántama. También se fundió
en la Piedra de Miel. Fueron uno para siempre.
Por esta razón,
mi pequeña, cada vez que observes un colibrí, o tengas la suerte de oírlo cantar,
recuerda lo puro que es tu corazón. Sabrás como muy pocos, que su canto no es
de los más agradables al oído humano, pero si oyes con atención, al final del
año, muy cerquita de las flores de heliconia, que un himno está tejiéndose en
el pecho de un picaflor –oirás la melodía de un picaflor.
Y solo sucede una
vez al año…
Jenner Rigael Toro Morales (1995 - ). Publica en 2020 su primera obra narrativa, Iris, también su primera colección de
cuentos. Actualmente, vive en Santo Domingo de los Tsáchilas. Se dedica a la
edición y corrección de textos para la editorial PlumAndina al mismo tiempo que
continúa escribiendo más literatura con el único propósito de servir a las
letras.
Por Yanier H. Palao
El cuento empieza
recordando una historia lejana, como las viejas leyendas. Una niña escucha
atenta, dos aves simbolizan a Adán y Eva. El bosque, es el tan deseado jardín
del Edén. Un mundo paradisiaco; todo existe en espera de la vida y su
crecimiento. Los colores saturados, la humedad, la búsqueda de un árbol; su
fruto naranja semejante al de Calilán. Maravillosas criaturas que se alimentan
de flores, de la belleza, y el perfume. Pero en todo paraíso hay una
sutil crueldad, el gusano blanco va agujereando a su paso y la luz se escapa
por esos orificios.
Valoración literaria
Muchas veces
pensamos que las descripciones son un muelle olvidado por las aves, los hombres
y también los peces, sin embargo, no siempre lo que pensamos está bien. Rigael
Toro nos dibuja emociones en cada una de las páginas en blanco que adherimos a
nuestra alma cada vez que no visitamos la orilla del muelle.
Magistralmente,
la narración no encuentra escollos, y avanza; camina, salta, vuela a ese cielo
infinito donde los colibríes empiezan a conversar con los cantos más
particulares del universo. Las flores pintan con sus aromas al mundo, y al
mismo tiempo bailan para el sol y la luna. Nunca he visto un arcoíris por
dentro, pero, si algún día lo hiciera, recordaría con una sonrisa la noche de
sábado que leí “Del néctar de las flores”.
El Carnero.
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