Rigael Toro (Ecuador) - Del néctar en las flores






DEL NÉCTAR EN LAS FLORES


Mi pequeña, bien sé que tienes el anhelo de oír una historia de tamaño colosal como lo es tu corazón, pero, para lograrlo, te hablaré de unas pequeñas aves. He notado que en tu rostro solo existe perplejidad; una tierra sin sueño. Recuéstate en mi pecho. Adelante, ten confianza. Aquí es el sitio donde nacieron las primeras luces y los vientos y los primeros rayos del alba y, por supuesto, la primera gota de lluvia que nos miente y oculta el cielo al mismo tiempo que nos refresca en su verdad. Un cielo que hoy por hoy ya no nos contempla juntos otra vez. Recuéstate y atiende, porque el corazón sabe de aquello que aconteció alguna vez. Hay bellezas que nacen sin que hayan sido observadas por el ojo humano.

Escucha y duerme. Ya mucho tienes con los afanes de la vida.  

Vamos.

Mucho tiempo atrás, antes de que nuestras mañanas se revistan de latón y caminemos en las plazas de hierro, sí, ¡no me lo vas a creer!, aquellas mañanas se cubrían de oro. Ese granito de choclo que ves arriba, desde la madrugada, se exprime y libera hilos dulces y brillantes, que dan verdor a la hierba del mundo. Y por las noches, ¿podrás creer, pequeña mía?, un granito de maíz negro –el germen del día y de la noche brincan y se dispersan de un maizal al otro- se coloca en lo alto del cielo y una vez que este se exprime durante la noche, se riega al vuelo de los caminos, o en la espesura de los bosques y en lo extenso y ancho del mar, e invita a árboles y hierbas y a crías de jaguar a robustecer su instinto. No existe jaguar sino aquel que, manchado de lunares, ronronea en su pelaje. Todos viven a la espera de la vida que otorgan el maíz blanco y el maíz negro. Y el tiempo brilla más que el oro. El único que no crece es el mar, vive solamente agitado, pues nadie le ha dotado del privilegio de crecer, no cesan sus lamentos. Por esto permanece oscuro e insondable, a veces oculto en el hielo de tierras inhóspitas e incógnitas, tramando no se sabe qué. Es casi imposible que crezca, se basta con ser profundo.

Ahora debes saber que antes de ser contados los días del año por números, todos se decían entre sí: mañana pueda que haga frío o calor, duerman. Esto era el todo de la vida.

En aquel entonces, los arcoíris pasaban tan desapercibidos como cualquier herida abierta en el cielo. En cambio, si alguien se disponía a mirar con detenimiento, sin la necesidad de ir más allá, el matiz de una montaña que descuella en la cordillera era contrastado por la presencia de mil y un tonos alrededor. Tan simple era acceder al mundo del azul como del blanco. El blanco es un gusano que hace hoyos por doquiera, exponiéndolos a la luz, por ejemplo: el blanco de la espuma del mar, el blanco de la sal, el blanco de un huevo y su hálara, el blanco de la vainilla, blancos fragmentados al rayar el alba y en los claros de luna, el blanco de las cenizas, el blanco de las nubes, o el blanco multiforme y cristalizado de la nieve carbónica, o el blanco del algodón y del vilano y la seda de la guaba, o el blanco nutricio de la leche. El blanco mismo de la existencia. Y además del blanco, claro que sí, también el verde se ha fragmentado, todo el mundo entero es verde, y no lo sabíamos: el verde de los fangos, el verde limón, o el verde de un sapo recién emergido del agua y el verde infinito en las hojas.

Y ahora que puedes tener una idea de este pequeño mundo, veamos qué es lo que se oculta en medio.

Antes que nosotros aprendiéramos a conciliarnos con el sueño, todos los animales y flores estaban íntimamente unidos al bosque de tal manera que regulaban sus tiempos. Una amistad que brinda la espesura del bosque y se entrega al que acude sin afán de destruir. Sin embargo, las aves comprendían mejor que nadie esta amistad. Seguían el ritmo mismo del bosque. Dormían en su interior, reposando sobre las ramas de un árbol, mientras que otros animales se dispersaban en el suelo, o al interior de una cueva para refugiarse. Algunos como los murciélagos -merodeadores nocturnos- y un sinfín de plantas parecían desperezarse al rugido de la noche. Una de ellas era la flor del galán de la noche que se levanta como de un profundo sueño. A la hora que solamente él conoce, estira sus rosados hilos para mirar desde lejos a la flor del guanto. Flor con flor se placen, sin importar el vacío de la distancia, pues de repente, el aroma de ambos se confunde en el aire. Y las arenillas corren a danzar frente a estos enamorados nocturnos. La flor del galán de la noche sonríe y la flor del guanto, hinchando su vestido rosado pulcro, perfuma y asiente al cortejo de su amigo. No se necesita de las brasas para arder de pasión cuando las fragancias representan los más tiernos halagos.

Todo es conmoción viva. Todavía en aquel tiempo, podía verse a un duende subir al árbol del mango ataulfo. Trepaba como si hallara una frontera pacífica que abre se una sola vez al año. Y el fruto dulcísimo de aquel árbol se entregaba a aquel duende, brindándole prosperidad en todo juego que incurra el travieso Silvano, mágico ser que forja la bienaventuranza de los poetas. ¿Adónde lleva el mango con sumo cuidado? Sí, adelante, debajo de un claro de luna, paciente e inmóvil, una criatura aguardaba al pie de un árbol de Pambil. Y llegaba como alma que lleva el viento, el duende que portaba un mango como muestra de un afecto sincero. Y se lo entregaba a este otro dulcísimo ser en sus manos. Y una vez que acabara de comer el fruto, ella retornaba al interior del árbol. Y el duende… bueno, él vagaba en la oscuridad hasta que el día lo desvanezca, rememorando a la ninfa que ha perdido de vista. Ah, suspira. Ah, la extraña como a ninguna.

Es el tiempo en que el agua cae y no se vuelve un desperdicio, es solamente la ducha que riega y refresca y restaura todo cuerpo y lo conforta.

Ahora miremos a otro lado. Más adelante, al vuelo del camino, el árbol del Calilán se levanta cual colono y conquistador de un poblado inmenso. Y sobre estos árboles, cientos de pájaros, que parecen holgazanes de rama y media, cuyo plumaje es de un gris apizarrado, saltan en medio de la fronda, pero jamás vuelan. Así, da la impresión de que sus ramas se mueven por voluntad propia. Y debido esta curiosa amistad, a sus huéspedes se les conoce por el nombre de calilanes. Ya no eran visitas, mucho menos emigrantes, pues daban la impresión de vivir ahí desde el principio de los tiempos, como por ley del cielo. El Calilán es un árbol que mide alrededor de veinte aleteos en vertical y un abrazo de gorila a lo ancho. Casi, a muy poca altura, al ras de suelo, empiezan a contarse sus ramas que pesan al árbol que nació con el complejo de arbusto. Su duramen, escudo divino empapado de hojas secas, cobrizas, quebradizas al tacto, pero resistentes en su interior. Sus flores, blancas del licor que produce el estío, como sucede con la flor de azahar. Y su fruto, endulzado a la medida de los pequeños calilanes, huéspedes infalibles, es una baya anaranjada. Nadie más que ellas conocían de su sabor. Ninguna otra especie de ave se atrevía a cruzar o volar por encima, si de tomar su fruto se trataba. ¡Terminantemente prohibido! Por algo, vivían arraigados al Calilán. Y en las noches, encaramadas a la copa del árbol, se gozaban del espectáculo de las siete cabrillas en la bóveda celeste. Cuerpecillos brillantes, vigías de lo alto, rutilantes y hermanadas, las siete cabrillas emitían juicio a las estrellas fugaces que avanzaban con paso impaciente, estorbando la vista de su fulgor.

Curiosamente, el hecho de que estas aves se apoderaran del noble árbol, las convirtió de a poco en holgazanes muy bien provistas en toda época del año. Jamás abandonaban sus nidos, pues siempre tenían alimento. Su plumaje cenizo de cuerpo entero, su mejor camuflaje. Adoptaban fácilmente el tono de una rama húmeda, plomiza. Y su pico amarillo como las bayas del árbol. Los árboles crecían a lo alto y los pájaros se multiplicaban. Por más que viajaran aves de toda índole, ya sea emigrantes del sur a norte o al revés, nunca cambiaron de opinión. Inamovibles. Ni el vuelo parsimonioso o la aventura de conocer un nuevo extremo de la tierra podían conmoverlos. Engordaron y engordaron tanto que su peso ya no les permitía volar. Ni el dormilón podía ser tan despreocupado como lo era el calilán. Nunca cantaban alabanzas en horas de la mañana, la tarde o la noche. Pero pronto llegó el día que menos esperaban. El fin de la bonanza que solo servía para el egoísmo de estas aves.

Aquí, en la Tierra de las Eternas Prímulas, donde se estaba gestando la verdadera lengua, se iniciaron una serie de acontecimientos. Y solo uno acabaría con todo.

Nadie sospechaba de los embates del tiempo, fuertes vientos amenazaban hace mucho ya. Y desde el norte, un enemigo hizo su aparición por la noche. Aquellos que no volaban siquiera, por primera vez se lanzaron de las ramas del majestuoso Calilán. Pues, detrás de ellos, venía algo como una mancha de huito, oculto en la sombra del arrebol más encendido que jamás hayan visto, y con esto, la muerte se sucedía de manera inminente. En el bosque, devoraba a grandes y pequeños, raíces y árbol, plumas y ramas. ¿Qué tenía en contra de estos pequeños habitantes de la Tierra de las Eternas Prímulas? Débiles antes el esfuerzo de sobrevivir, el peso de los calilanes no apoyaba a la agitación de sus alas. Un aleteo estrepitoso por doquier, como una astilla de madera chapoteándose en la superficie del río. Hubo calilanes que perdieron la vida al arrojarse de sus ramas, peligrando desvanecerse por el Invasor Ceniciento. Plumas y madera consumidos bajo la lengua de un dragón.

Unos caían vertiginosamente. No conocían el arte del vuelo. Tan rígidos eran sus cuerpos que saltaban sin contar dos o tres pasos, y permanecían en su mismo sitio. Sus cuerpos impermeables chocando con el suelo. Otros, desesperados por la falta de esas bayas anaranjadas en su árbol, su dulzor, hangurrientos, perdían tiempo, y demoraban su escape desde los nidos o ramas.  Los que pisaron el suelo –amarillo térreo de la vida- por primera vez, se sorprendían que demoraron en asimilar lo que representaba estar en aquella nueva situación: pisando suelo firme. Sin embargo, la cobija de huito, inmisericorde y feroz, se posaba sobre ellos. Calilanes, ennegrecidos e incinerados, era lo que quedaba en el suelo. Por inexperiencia en el arte del vuelo, murieron.

Era tiempo en que las primaveras se silenciaban de a poco, las plagas nacían, o el murmullo de la cigarra aumentaba como gemido eléctrico, oculto y exiliado al ojo del invierno. Pero no todo era triste. La Tierra de las Eternas Prímulas seguía brotando, reptando y volando de arriba abajo.

Desprevenidos ante el Invasor Ceniciento, nadie sobrevivió de los calilanes, a excepción de dos de estos pajaritos. Su existencia duró lo mismo que los árboles que fueron su morada: el árbol del calilán. Ambos sobrevivientes cayeron en algo semejante a tierra firme, pero seguros. Poco antes de ser devorados por el inflamable enemigo, agitaron sus alas para vivir. Es curioso, y verdadero a la vez, pero pocos sobreviven en medio de grandes tragedias. Solo hay tragedias cuando dos pájaros sobreviven, hasta que descubren el por qué. Sus nombres eran Esseni y Eufántama.

Los pequeños calilanes, asustadizos y desconsolados, fueron a dar sobre las Rocas de Ruidos. Ya no les alcanzaba el poder del Invasor Ceniciento, en los dominios de estos gigantes e irregulares contendientes de piedra. ¡Rodeaba el enemigo a estas rocas, como si supiese de la huida de sus presas, que sobrevivieron a su temible poder de cubrirlo todo del negro huito!

Como resultado de caer sobre las rocas, el agrisado pajarito llamado Esseni, vio alrededor cuán devastador era el Invasor Ceniciento. Amigos y familias quedaban expuestos a su mirada. Esseni se sentía a buen seguro sobre las rocas, pero dos aspectos de aquel momento le infundían terror: si miraba al frente, su suerte parecía egoísta, o, luego de aterrorizarse, si se metía entre las rocas, buscando un espacio más seguro, este percibía el reflejo del sonido crepitante del enemigo. Como hojas secas que reventaban en la mandíbula de un depredador, así el sonido afuera le acosaba para tentarlo a salir una vez más. Desgraciadamente, este eco que causaba el fragor de las llamas lo perseguía al interior de la masa pétrea. Eco de fuego que intimida. Sin contar que el humo también le perseguía poco a poco. En cambio, Eufántama perdió la conciencia. En la intemperie, yacía sobre una de las enormes piedras, mismas que le ofrecían un refugio engañoso a Esseni. No hubo pasado mucho tiempo, y Esseni asomó su cabeza para ver a Eufántama. Y notó que movía sus pequeñas patas y alas.

Abandonando las Rocas de Ruidos, preparó sus pesadas alas para elevarse en el aire. Con algo de dificultad, pero aun así lo logró. Solo que esta vez llevaba consigo a Eufántama, con la poca destreza de sus patas, sujetando las de ella. Aferrado a Eufántama, voló por primera vez.

Infortunadamente, el humo se hizo eco en el cuerpo de Eufántama. ¿Despertaría más tarde? Ni el propio Esseni lo sabía. Desinteresadamente, se hizo la promesa a sí mismo de proteger y salvarla, lejos de la hilera de piedras y adonde sea que fueran, hasta verla despierta.

Fue así que voló hasta la orilla del río Meme Grande, y reposó su cuerpo en un lugar reconocible, muy cerca de una flor de taxo. Inmediatamente, Esseni la dejó para ir en busca de comida. Y Eufántama despertó un momento, el rumor de la lluvia parecía caminar sosegadamente, como un pasajero más de aquel lugar. Recordó inquietamente a su salvador, que no necesitó de su pedido de auxilio para librarla de la muerte en la Roca de Ruidos, porque había sufrido un fuerte golpe al caer sobre ella.

Andando a intervalos, un poco de vuelo y un poco caminando, Esseni buscaba un árbol con bayas anaranjadas semejantes al del árbol calilán. Su baja estatura no le permitía apreciar los frutos más allá de lo que veía. En aquel sitio crecían los árboles de pambil, el nogal, el caucho, el álamo temblón, sangre de toro, teca y una infinidad de muchos ejemplares bellos. Y por lo bajo unas siemprevivas y hojas de camacho, que pensó en llevar para protegerse en caso de lluvia. Todos se levantaban casi disciplinadamente, dispuestos en círculo, porque a la mitad y la periferia dominaba una mancha de palmas. Eran quienes parecían regir la espesura del bosque de la Tierra Verdadera, o mejor llamada la Tierra de las Eternas Prímulas. Y una de esas palmas, la Madre Palma adoptaba la forma de enseñorearse entre las demás especies de plantas. Parecía regular el crecimiento de todos los demás árboles, vigilante tenebrosa. Eran sus hojas dedos tiranos que apuntaban aquí y allá. Aunque no le daba nombre a cada árbol, sojuzgaba como si tuviese derecho legítimo. Todos mostraban temor y sumisión, pues nadie la confrontaba, y en esto sabían que era malvada en extremo: quien confunde y hace olvidar el propio nombre, es capaz de volver a todos en leños erectos de la montaña que desconozcan su raíz. No obstante, algunos eran capaces de pasar desapercibidos y, a escondidas, crecían, quizá en otra montaña. O tan solo le decían, Palma Madre eres mayor que mí, pero hace mucho tiempo que se estiraban casi tan alto como la milenaria secuoya. De esta manera es que tenemos memoria de los árboles altos y los medianos y los arbustos, o las humildes alfombras herbáceas.

Con tristeza, Esseni no halló un fruto semejante al de su apreciado calilán. Regresó en busca de Eufántama. Había pasado mucho tiempo lejos de ella. En el camino, alternando un poco de vuelo y un poco caminando, casi al ras del suelo como los faisanes, daba largos saltos a lo largo de la orilla del Meme Grande. Y aunque no supiera reconocerlo, una Valdivia cantó su fúnebre resuello, vibración lóbrega, mientras el pequeño calilán buscaba la flor de taxo y a su amiga.

Luego de un largo camino, sin obtener un fruto dulce para compartirlo a Eufántama, llegó adonde se encontraba la flor de taxo. Ella había dormido otra vez, por falta de fuerzas. Y de repente, un chillido agudo surcaba los vientos en camino de la dormilona, por lo que Esseni temió inmediatamente por su amiga. Y, en efecto, un Halcón Peregrino volaba en picada hacia la indefensa Eufántama. Aun desmayada, estaba a merced de este rapaz silencioso.

En su aterrizaje magnífico, plumas de barro y garras de basalto, reclamaba su presa, que se hallaba sin resguardo alguno. Y antes que su chillido golpeara el suelo, el rápido vuelo del halcón, hizo que capture a la pequeña Eufántama.

Cuando estaba cerca, Esseni observó lo que ocurría. Así se dio inicio a una carrera que, entre aleteos y zancadas, pretendía dar alcance al halcón. No era difícil seguir la dirección que tomó el halcón, siempre que volase en dirección de río abajo. 

Aquel forastero del cielo huía veloz pero no desesperado, puesto nadie entendía lo que era crimen o misericordia. Todo era parte de un equilibrio. Sin embargo, a este equilibrio también le comenzaron los defectos. Poco a poco pulularon los insectos. La carcoma, síntoma del primer paso de la historia, aparecía, de aquí por acullá, semejante al Invasor Ceniciento. Y un insecto muy inusual, condenado por su naturaleza egoísta, llevaba sobre sí el fin de su propia vida, así como el desarrollo de la vida en todo lugar. Abejas, torpes pero vitales, volaban en el aire. Precisamente, cuando el carroñero Halcón Peregrino volaba a poca altura, una de estas vagaba sobre la Tierra de las Eternas Prímulas, en la Tierra Verdadera.

¡Otro chillido rompía el viento a poca distancia, Esseni corría esperanzado! Nunca antes le preocupaba su agilidad, obviamente, halcón de los halcones, pero no se anticipó a que uno de estos insectos se halle adelante suyo o que la virtud agudísima de su visión resultara inútil. Ahí, al momento en que sintió el aguijón de la abeja, sus garras se abrieron por el susto acometido. Y Eufántama, en medio de la inevitable muerte, en caída libre. Un solo golpe bastaría, más la velocidad que la impulsaba a tierra. ¡Oh, fue salva de las garras enemigas, ahora, una presa desplomada sin conciencia de la ley que nos atrae al centro de todas las cosas!

El pequeño Esseni sintió alivio y angustia a la vez, con oír el chillido del halcón. Algo ocurría con la rapaz, pero aun no daba con la distancia adecuada para ver a Eufántama. Y corría y volaba y soñaba con hallarla. La herida en el viento se desvanecía. De nada servía su intento de ecolocalizarla. ¿Adónde habría ido a parar la pequeña calilán?

Medía las distancias en su mente, ansioso. Pero una vez que se acercó a un árbol de Pambil, un zumbido estruendoso aumentaba, a medida que este avanzaba. Uns abejas que zumbaban parecían preocupadas y asaltadas por una fuerte impresión. Daban vueltas sin control, salían de su colmena encolerizadas. Según vieron, una pared de su colmena se abrió por causa de un impacto, y, para desgracia del calilán, adentro se observaba el cuerpo gris apizarrado de su amiga Eufántama. Ya era tarde. Su cuerpo irrumpió en la colmena, sumergiéndola al interior de una viscosa materia ambarada y dulce, mientras la ahogaba sin dar opción a libertad. Ahora quedaba en la mente de Esseni, la valiente idea de rescatarla nuevamente, lo mismo que un sentimiento de honor sin tregua. Esseni confiaba en este valor, puesto que nadie más sobrevivió con él sino ella. A cambio de toda la soledad que le esperaba, solo quedaba el valor de ir por ella. Pese a esto, era impotente frente al número de los insectos, que zumbaban irritados.

Oculto detrás del árbol de Pambil, puso un rostro triste, que no fue en vano, alguien le observó. Y al ver que su ánimo estaba resuelto a salvar a su amiga Eufántama, un insecto se apiadó de Esseni. Esta vez, tenía con quien contar a su lado.

Era una chinche críptica que entendía la relación entre ambos pájaros, el penitente Esseni y la cautiva Eufántama, pues eran de la misma especia. Entendida en el arte de las apariencias, vio un sincero halo de valentía, a través de su gris plumaje, en el pequeño calilán. Y todo era por rescatar a Eufántama. 

“Para llegar hasta la colmena debes abandonar el barro con que fuiste formado. Plumaje y pico, vaciarlo por completo. Si nadie ha de verte, mi crujiente e invisible cuerpo debes comer. Púrpura o negro, amarillo o blanco, ¡qué importa!. Incluso el verde de las mañanas y el rojo del atardecer. Serás tan libre que te confundirás y no te reconocerás al mismo tiempo con la naturaleza”, esto fue lo que dijo la chinche críptica, que desprendía sus patas del árbol de Pambil, apareciendo su fina silueta. Y una vez más le retaba al calilán con su propuesta, apremiado por su amiga, que no menospreció su ayuda: “cómeme y ocúltate de las abejas hasta llegar a la colmena”. E hizo así, Esseni comió la chinche. Y al mismo tiempo que la comió, cualquiera que estuviese cerca diría que desapareció. Su plumaje adoptaba todos los colores de su entorno, colores metálicos u opacos. 

Enseguida notó su cambio, percibió también que su peso se hacía más ligero. Y emprendió el vuelo hacia el árbol de Pambil en que se hallaba la colmena.

Primero, se deslizó por la hierba, sus alas que disminuyeron de tamaño, frágiles, lo levantaban del suelo hacia la copa, más frágiles que de costumbre. Rodeaba dando círculos en derredor, sin que nadie advirtiera lo invisible que podía ser. Mientras tanto, las abejas parecían entretenidas, un conciliábulo las detenía por entender una cosa: ¿qué falta era tan grande como para recibir esta calamidad? Aparte, era un ave tan extraña que no habían conocido antes, refiriéndose a Eufántama. Unas movían sus abultados vientres, explicaban la posible dirección y altura de la que cayó. Sin prestar atención al modo de sacar al ser alado que tenían en su colmena, que poco a poco se embarraba por entero de su miel, se retrataban unas a otras el descenso sutil como una señal milagrosa.

Por otro lado, el plan parecía salir a la perfección. Esseni volaba con mayor velocidad. Pero algo le ocurría con sus fuerzas. No lograba mantener un ritmo, se elevaba y descendía un poco. Así, sus aleteos se batían con fuerza, pero nadie lo detectaba, todavía.

Al ascender por la otra cara del árbol, descansó sobre una rama. Ya se encontraba a la misma altura de la colmena. Su deseo estaba cerca de cumplirse, rescatar a Eufántama de aquellos insectos zumbadores. Descansó. Y en su mente planeaba el modo de lograrlo. Pero su impaciencia fue mayor, por lo que, rodeando con premura el ancho tronco, se colocó en frente de la colmena. ¡Ay, pobre Esseni! Hasta aquel momento creyó que bastaría con sujetar a Eufántama de sus patas y volar lo más lejos de ese lugar. Aun si pudiera prensarla con sus patas, ahora más pequeñas, notó que la velocidad de sus adversarios sería un inconveniente. Recién adquirida su ligereza en el arte de volar, representaba poco tiempo para un vuelo continuado………….

En medio de la encrucijada, no pensó dos veces y actuó. Impulsándose hacia su amiga Eufántama, sus finísimos dedos buscaron los de la cautiva. Y no fue sino por la acción desesperada de Esseni que las despistadas abejas se percataron de su presencia. Su delator, aquel brillante plumaje, reunión de todos los recuerdos de la naturaleza, calor y frío, primavera y otoño, arbusto y cielo.

¿Por qué no volaba de inmediato? ¿Las abejas acabarían con la vida del arriesgado y amante Esseni? ¿Era tanto su afán de evitar la soledad cpmp para arriesgarse a liberarla? La sombra de la colonia, amarilla y negra, ¡reverente a todo orden, se iba a librar de ese huésped no anticipado! El problema de Esseni parecía conducirlo a la muerte: sus pies se quedaron atrapados e inmovilizados en la viscosa miel, que cubría toda a Eufántama.

Parecía el fin de todo. Aguijones y zumbidos por doquier, la cólera se inclinaba ante el indefenso. Anticipados de alguna manera por el canto de la Valdivia. Y cuando las punzadas se veían inevitables, algo insospechado pasó con Esseni. Sus fuerzas se quintuplicaban. Sí, en un abrir y cerrar de ojos, las abejas retrocedían. Ya no se oía el zumbido, algo las retenía, algo más fuerte que su infinito aleteo se contraponía, en fuerza y ánimo. ¡Eran repelidas por un fuerte viento, inexplicable al principio! Pues nada más ni nada menos, ¡el vigor de las alas de Esseni era tan intenso que ni las abejas vieron sus alas! Poco antes de ser sometido al horno de su hacinamiento, el pequeño Esseni se salvó por batir sus alas como su corazón se aceleraba por el temor de no rescatar a Eufántama. Esa manera de agitar sus alas produjo el mismo zumbido que las abejas.

Y Esseni continuó de tal modo que una ventisca salía de su aleteo, por lo cual, todas las abejas se alejaron, que nunca más se acercaron a ese árbol de Pambil.

Liberado de la muerte, al fin, bajó la intensidad de sus alas. Se calmó, pero aun no pudo desprenderse de aquella sustancia pegajosa. Y entonces, cuando vio que era imposible extraer a Eufántama de la colmena, pensó en librar únicamente sus pies. E hizo esto de un modo: aleteó como zumbido una vez más. Probaba y se esforzaba hasta que pudo escaparse. Pero ella continuaba dormida, embarrada por completo de la miel que salía de todas las celdillas en la colmena.

Esseni se había librado de todas las abejas, a excepción de una. Esta era la abeja que, accidentalmente, aguijoneó al Errante Halcón. Cayó muy cerca de donde había ocurrido todo. Y al notar la tristeza del bello Esseni, pensó en mostrarle un secreto. Era sencillo ver el carácter valiente y amoroso del ave. Lo creyó merecedor de una segunda oportunidad.

Pocas fuerzas le quedaban, así que tenía el tiempo contado. El riesgo era agotar toda su fuerza antes de morir, porque una vez que su aguijón se desprendía, la muerte era algo más que seguro. Y como en la muerte solo nos resta decir la verdad… Movió sus diminutas y frágiles alas, zumbando lo necesario para llamar la atención de Esseni. “Yo sé cómo puedes volver a recuperarla, aunque sea por un breve espacio de tiempo”, la abejita dirigió estas palabras al joven Esseni, apremiando cada una de las ideas. La fortuna estaba en cada detalle que diga en adelante. Y Esseni se acercó volando hasta la abejita agonizante, escuchando lo que tenía que decirle: “porque he visto tu corazón y la nobleza de tus plumas nacaradas, como el brillo de una hoja del retoño, plenas de bosque, te diré un secreto de nosotras las abejas. De aquí a poco tu amiga se convertirá en una Piedra de Miel. Pero si intentas recobrarla, para así sanar tu soledad, deber ir diligente, día y noche, sin considerar la existencia misma del tiempo, por todos los jardínes de la Tierra de las Eternas Prímulas. Beberás y protegerás las flores que halles en tu camino. Desde ahora beberás por siempre el néctar de las flores. Y después de beber tanto néctar como te sea posible, al cabo de un año –recuerda, una sola vez al año- volverás a este mismo sitio para cantar. Y no podrás hacerlo si no has bebido el agua y néctar que te proveerá una flor muy especial: la flor de la heliconia. Únicamente al beber de esta flor, de ti provendrá un canto que jamás ave alguna cantó. Por esa noche tú cantarás un himno, el canto secreto al que pocas aves han aspirado. Y si lo haces todo como te digo, la Piedra de Miel se desvanecerá por una noche. ¡Bailarás, cantarás o reirás con tu amiga! No lo sé. Pero, si en verdad piensas en ella, solo así la rescatarás del olvido que sufre cada año. ¡Entiéndelo, una sola noche! Porque a la mañana volverá a su estado de Piedra de Miel”. La pequeña abeja concluyó así su secreto y terminó con su vida también. Su aterciopelado cuerpo yacía en la memoria y… agradecimiento de Esseni. Desde entonces, veía en sus palabras el mejor presente. Anhelaba volver a encontrarse con quien amaba, aquella que lo motivaba a olvidarse de sí mismo con el fin de rescatarla. Sentía su ausencia. Pero él bebería y cantaría. Cantar para salvarla, para que al final su soledad se desvanezca, aunque sea por una noche.

Nada tiene razón cuando se está imposibilitado de llorar, algo muy común entre las aves. Y Esseni no era la excepción, cargaría con la tristeza, sin poder derramar una lágrima durante el año. Tiempo en que no vería a Eufántama.

Todos los días del año, a cada hora del día, Esseni iba y venía de los mil y un jardínes en la espesura del bosque húmedo y al lado del río Meme Grande. Siempre que se fijaba en los diversos y más exóticos matices de las flores, recordaba en su memoria a su amiga Eufántama. Como una promesa, la liberaría por una noche. Al fin y al cabo, ella era la única de su especie, capaz de comprenderlo. Cada una de las flores era un motivo para devolverle la alegría, ya sea la flor dulce y femenina y aromática del guanto, o el hibisco, la flor del obelisco, roja encendida, o las flores de loro, o la flor zapatera, o lirios, y cientos de orquídeas en su camino. Todas le rendían una fiel cantidad de néctar para que su corazón no se abata por la empresa que llevaba a cabo.

Jamás se condujo por el olfato, su prueba consistía en reconocer la virtud de cada una por el vigor que le aportaba. Y su pico le era de gran utilidad, porque este también se había transformado, su lengua era corta, y ahora se mostraba más fina y larga, para alcanzar el néctar entre los capullos cerrados de las flores.

Finalmente llegó el cumplimiento del tiempo. Esseni buscó todo el año esa flor, que la abeja le reveló como necesaria para cantar. Preguntaba de arriba abajo a cuantos se le aproximaban. “¿Dónde han visto la flor de la heliconia?”, se deshacía del camuflaje por un momento, y los animalitos intentaban recordar aquella flor, contestando su pregunta. Sea insecto, ave o cuadrúpedo, pocos de ellos le dieron instrucciones para ir en busca de ella. De esta forma, conocía tan bien el lugar donde encontrarla, que el último día pasó cerca de allí. Voló tan rápido en la mañana, su emoción no tenía límites, por acabar, si fuese posible todos los jardines de heliconias en derredor. Nadie podrá afirmar qué vibraba con mayor velocidad, si el corazón o las alas de este pequeño.

Al llegar hasta la flor de la heliconia, un extraño y repentino vigor entró en su cuerpo. Era tan bella pero semejante al Invasor Ceniciento –fuego-, llevaba mil arreboles en cada una de sus copas nectíferas. Por un momento, si no fuera por Eufántama, se alejaría de aquel sitio. Robusta e intimidante, peligrosa en apariencia. Pero una vez que se decidió, al final del día, bebió todo el néctar de cientos de flores. El crepúsculo estaba a la puerta. Debía continuar.

Nuevamente, voló hasta la colmena, que, como había dicho la abeja agonizante, custodiaba a la Piedra de Miel, es decir, a la pequeña Eufántama. Desde aquel trágico día, Esseni cambió totalmente su plumaje y sus habilidades, pero ella mantenía las mismas formas y proporciones, nada cambió en ella. Lo único que parecía cambiar, era un inquietante deseo de oír cantar a Esseni. Fue entonces que Esseni, preocupado de no haber bebido suficiente néctar y agua de las heliconias, vaciló un instante. Perplejo, vació su pensamiento. Agotado por el trabajo de volar hasta la colmena, cantar resultaría un acto de doble esfuerzo. ¡Cantar un himno! ¿Qué era aquello de lo que habló la abeja que agonizaba? Entonces, calló una vez más, hasta que su voz adquirió libertad. De repente evocó cada una de las partículas del mundo en su memoria, sutilezas que parecían no haberse guardado en su memoria. La voz nacía con su canto. Sin embargo, tampoco Eufántama eclosionaba de aquella prisión que la tenía cautiva. Esseni pareció desmayar, sus esfuerzos eran inútiles. Cerró sus ojos, en actitud de rendirse. Plegaba sus alitas a su pecho, temblaba. De forma tenue, su voz se apagaba. Y cuando más desfallecía, llegando al extremo de dudar, un canto en su pecho le infundía el último aliento de valor. Y cantó un himno, así:

 

¿Quién sacrificará el sol

O lo acallará, detendrá sus sacrificios

Y el degollamiento de corderos, toros, palomas

o de machos cabríos?

Ninguno canta como Valdivia,

¡qué tormento es la espera!

¿Adónde huye el rocío, ¡oh, carta

de innumerables sequías!?

 

Mis piedras las conozco todas…

 

Hay mares que saben a corteza

De un árbol en verano,

Hay montes que saben a horizonte

Y a náufrago en ultramar.

 

Mis hojas las conozco todas…

 

Sin demora, las trenzas que hilan las enamoradas,

Son inútiles para el rudo bejuco:

¡Ojalá durmiera sobre una planta,

antes que estorbar su nobleza!

 

Mis abismos los conozco todos…

 

No hay tierra sin la paciencia

Y el hombre no es hombre

Sin impaciencia.

 

Mi mañana conocerá la noche

Como no la conocen las piedras ni las hojas…

¡Escóndete martillo que forjas la tierra!

Así diré, porque las flores han trizado los metales,

Abusivamente salieron de la tierra,

No así las flores. El mundo las llamó primero.

 

Mi mañana conocerá el destino…

 

Este fue el himno de Esseni. Y al final de este canto… ¡volaban a su alrededor cientos de aves con la misma belleza y una variedad infinita de colores, camuflándose con cada una de las flores y árboles en redor! Por sorprendente que fuera, aun difícil de reconocerlas, todos los pajaritos eran los amigos y familiares de Esseni. Habían muerto durante el incendio de los árboles de calilán. ¿Cómo lo supo? Pues, algunos le llamaron por su nombre. Otros, acercándose muy afectivos, le sonreían y agradecían. Y aunque no hubo lágrimas de por medio, Esseni sintió que su corazón se quebraba y refrescaba con el rocío de una nueva mañana. Todos volvieron a la vida, para ser desde entonces en adelante, conocidos como los picaflores.

Nada más con verlos, descuidó a sus espaldas a la pequeña Eufántama. Pero al volver hacia atrás, un suave aleteo vino a posarse delante suyo. Sí, era Eufántama, que venía para estar con él. Su corazón se llenó de serenidad, el himno tomó forma y aliento propio en su interior.

Esseni veía con regocijo a Eufántama. El tiempo que espero valió la pena.

Con la alegría que lo inflamaba, voló como una flecha arrojada al cielo, a lo alto. Subía y bajaba, en vaivén, como si agradeciera la presencia de Eufántama con aquel noble gesto. Una y otra vez, ascendía con la intención de beber el néctar de las hortensias de algodón en el cielo, para dárselos a beber a su amada. Y bajaba para rodearla con su vuelo.

Aquella noche es recordada por todos los colibríes. Volvían a vivir, era su segunda oportunidad. Ya nunca más fueron perezosos, sino que todos los días se arrojaban a beber el néctar de las flores, en todo jardín que vieran. Los picaflores gozan de las formas más bellas del mundo, desde muy niños aprenden a camuflarse, y adoptan el color de su flor favorita. Ya no duermen en un solo sitio, sino que viven al vuelo del camino. Y todos beben el néctar por una razón: siempre cantan al final del año. Porque esa misma noche, Esseni les enseñó todo sobre cómo es de vivir en el cuerpo de un picaflor, pero él no regresó de aquella noche. Al igual que como él hizo, y si alguno lo quería ver junto a Eufántama, tendría que beber día y noche del néctar de las flores, hasta que llegué el tiempo y se alimente de las heliconias. Cantará el himno que cantó Esseni, y despertará a Eufántama.

Con respecto a Esseni, desde aquella mañana, nunca se separó de Eufántama. También se fundió en la Piedra de Miel. Fueron uno para siempre.

Por esta razón, mi pequeña, cada vez que observes un colibrí, o tengas la suerte de oírlo cantar, recuerda lo puro que es tu corazón. Sabrás como muy pocos, que su canto no es de los más agradables al oído humano, pero si oyes con atención, al final del año, muy cerquita de las flores de heliconia, que un himno está tejiéndose en el pecho de un picaflor –oirás la melodía de un picaflor.

Y solo sucede una vez al año…  

 

-Dedicado a J.V.-

                                                                                    



    
           
                                                                                                PlumAndina Editorial. 2020 







Sobre el autor


Jenner Rigael Toro Morales (1995 - ). Publica en 2020 su primera obra narrativa, Iris, también su primera colección de cuentos. Actualmente, vive en Santo Domingo de los Tsáchilas. Se dedica a la edición y corrección de textos para la editorial PlumAndina al mismo tiempo que continúa escribiendo más literatura con el único propósito de servir a las letras.   




Reseña


Por Yanier H. Palao

El cuento empieza recordando una historia lejana, como las viejas leyendas. Una niña escucha atenta, dos aves simbolizan a Adán y Eva. El bosque, es el tan deseado jardín del Edén. Un mundo paradisiaco; todo existe en espera de la vida y su crecimiento. Los colores saturados, la humedad, la búsqueda de un árbol; su fruto naranja semejante al de Calilán. Maravillosas criaturas que se alimentan de flores, de la belleza, y el perfume. Pero en todo paraíso hay una sutil crueldad, el gusano blanco va agujereando a su paso y la luz se escapa por esos orificios.



Valoración literaria


Muchas veces pensamos que las descripciones son un muelle olvidado por las aves, los hombres y también los peces, sin embargo, no siempre lo que pensamos está bien. Rigael Toro nos dibuja emociones en cada una de las páginas en blanco que adherimos a nuestra alma cada vez que no visitamos la orilla del muelle.

Magistralmente, la narración no encuentra escollos, y avanza; camina, salta, vuela a ese cielo infinito donde los colibríes empiezan a conversar con los cantos más particulares del universo. Las flores pintan con sus aromas al mundo, y al mismo tiempo bailan para el sol y la luna. Nunca he visto un arcoíris por dentro, pero, si algún día lo hiciera, recordaría con una sonrisa la noche de sábado que leí “Del néctar de las flores”.

 

                                                                                                                          El Carnero.

 
























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